
Me siento a redactar estas líneas con el temor anticipado de caer, sin querer, en dos resultados tan nefastos como indeseados: el de terminar escribiendo algo cursi, ya que el tema se presta fácilmente para el melodrama; y el de no saber guardar cierta distancia personal con lo que diga, puesto que brota inevitablemente de la propia vivencia. Mis sinceras disculpas de antemano si no lo logro.
La pregunta de qué es el amor seguramente nos habrá fascinado e intrigado a todos a lo largo de nuestras vidas y a través de toda la historia. Es una interrogante tan antigua como la humanidad misma. Por lo que conviene adelantar que no tengo la respuesta. Es decir, no sabría decir qué es el amor (en particular, el amor de pareja, que es al que aquí me refiero).
Ni la biología, ni la psicología, ni la filosofía han logrado resolverlo tampoco. La ciencia lo describe fríamente como un coctel de hormonas y neurotransmisores –dopamina, oxitocina, serotonina– que activan los circuitos del placer y el apego. Es una reacción primaria e instintiva, necesaria para favorecer la reproducción y supervivencia del “gen egoísta” del que habla Dawkins. La filosofía, por su parte, lo concibe como una virtud o una búsqueda de plenitud: desde el eros griego de Platón hasta el ágape cristiano, que ama sin esperar nada a cambio. Pero ninguna de estas definiciones agota el misterio.
Por eso no pretendo responder qué es el amor, porque no lo sé. De lo que sí estoy convencido, es que el amor se concreta en un intercambio de promesas libre y consciente, que da nacimiento a una sociedad de vida, un proyecto común, que a partir de ese momento se convierte en la más alta prioridad de la existencia. Por eso creía Kierkegaard (espero no malinterpretarlo) que el amor no es una decisión ni un deber, sino la expresión más libre del espíritu; y, sin embargo, cuando se ama de verdad, se siente como el deber más sagrado.
Cuáles sean los objetivos de esa empresa común dependerán de cada quién, pero está claro que esas promesas usualmente tendrán la intención de subsistir indefinidamente -quizás para toda la vida- a menos que quienes las hayan sellado decidan conjuntamente otra cosa (porque con la misma libertad con que fueron intercambiadas debe ser siempre posible retractarlas de común acuerdo, si llegara a hacerse evidente que las finalidades del proyecto no serán alcanzadas) o bien que las acciones de alguno de los dos impliquen una renuncia irrevocable a poderle exigir al otro que honre lo prometido.
Y he aprendido también que cuando el amor auténtico está presente, hay al menos dos señales que lo delatan de modo inconfundible.
La primera es la existencia de un espacio (¿una comunión?) de conexión íntima, auténtica, recíproca y liberadora; una seguridad de poder bajar las defensas, prescindir de cualquier máscara y mostrarse tal cual se es, sin miedo a ser rechazado. Estar con la persona amada y sentir que no hay juzgamiento, solo aceptación.
La segunda señal es la certeza del apoyo incondicional en situaciones de necesidad. Saber que, en tal caso, esa persona no vacilará en dar un paso al frente y decir: “Aquí estoy, contás conmigo”. Si hubiera algo que cuestionar o explicar, ello vendrá después. En el momento crucial, el amor actúa primero y razona después.
Para quien haya experimentado estas señales, el amor no necesita definiciones. Es presencia, es refugio, es verdad compartida.
A quienes hayan tenido la bondad de leer hasta aquí, debo reiterar que no puedo decirles qué es el amor. Pero deseo que tengan la inmensa dicha de poder reconocer en sus vidas la presencia de esas señales inconfundibles.
A mi esposa, con mi amor y un beso hasta la eternidad.
hess.nrdqa@passmail.com
Christian Hess Araya es abogado e informático.
