
Ben Mann, quien se formó en OpenAI y es uno de los cofundadores de Anthropic, una empresa estadounidense de investigación y desarrollo de inteligencia artificial (IA), señaló recientemente que prefería que sus hijos mantuvieran un perfil abierto a la experimentación, empático y con altas dosis de curiosidad, en lugar de estudiar en un colegio de élite con programas únicamente basados en conocimientos.
Algo similar, aunque en un contexto distinto, expresó Descartes hace siglos. Después de instruirse en diversas disciplinas, aseveró que no hay tanta perfección en las obras compuestas de varios trozos y hechas por las manos de muchos maestros como en aquellas en que uno solo ha trabajado.
Esta valoración de la coherencia individual frente al conocimiento fragmentado coincide, en cierto sentido, con el llamado actual a formar personas que piensen por sí mismas y desarrollen capacidades no replicables por la IA.
Sobre esos cimientos debe basarse el Ministerio de Educación Pública (MEP) para estructurar una oferta educativa que ayude a los estudiantes a desarrollar habilidades que les permitan insertarse en el mercado laboral y ser personas felices.
Los jóvenes de hoy crecieron en un ambiente digitalizado. No debería ser mayor problema integrar al currículo nuevas materias.
Es una realidad que las profesiones STEAM (ciencia, tecnología, ingeniería, arte y matemáticas) requieren el dominio de competencias específicas para desempeñarse en los nuevos puestos de trabajo. Al mismo tiempo, es necesario que los estudiantes dominen el inglés como segunda lengua y, para ello, se requiere que los docentes también manejen este idioma.
El país pierde cada día más competitividad en el recurso humano. Los resultados de los estudiantes en las pruebas internacionales de la OCDE vienen en descenso.
La medición de la idoneidad y calidad de nuestros educadores está secuestrada, a pesar de que existe una ley que obliga al MEP a realizarla. El sistema sigue seleccionando a los educadores por los títulos, sin elevar los estándares de ingreso y egreso de las universidades que los forman.
En los últimos 20 años, la cantidad de alumnos y de escuelas ha venido decreciendo y, con ello, la preparación, motivación, inversión en infraestructura, actualización de programas de estudio y la gestión de los recursos humanos.
A lo anterior debe sumarse el problema de las interminables incapacidades de los educadores y los complejos procesos administrativos.
La falta de gobernanza, las complicadas relaciones administrativas entre siete niveles jerárquicos, y las juntas administrativas de los centros educativos –sin capacidad real de actuar y utilizadas como botín político– constituyen un obstáculo para la calidad de la educación.
Jamás lograremos gobernabilidad si se mantiene una estructura con 94.000 funcionarios, centenares de asesores, circuitos, altas direcciones, decenas de departamentos, miles de administrativos y tres poderosos sindicatos que cogobiernan a través de la comisión paritaria, donde opinan y deciden –en muchos casos– sobre salarios, carrera docente, salud, infraestructura, capacitación e “incompatibilidades”.
En este complejo sistema educativo, debemos analizar con profundidad la escogencia de la estructura, el poder, la estabilidad, la visión, los recursos de apoyo, el conocimiento y la experiencia del órgano superior de la educación.
Los países exitosos, en contraste, poseen programas educativos con una visión centralizada y metas a 10 o 20 años, donde los docentes se valoran y se respetan, y los centros educativos tienen alta autonomía en la práctica pedagógica, en la selección de metodologías y en la evaluación por resultados.
Allí, las escuelas públicas son homogéneas y bien financiadas, con un director y una junta de educación que poseen una estructura competitiva y asumen toda la responsabilidad por los resultados. Los currículos se diseñan con base en contenidos duros y habilidades blandas del siglo XXI, y se realizan evaluaciones continuas con retroalimentación inmediata.
Si queremos mejorar el raquítico sistema educativo costarricense, debemos premiar la innovación pedagógica y adoptar el enfoque “teach less, learn more” para reducir la carga académica y mejorar la calidad.
Deberíamos repensar la evaluación, dejando atrás los exámenes estandarizados, privilegiando la autoevaluación, el desarrollo del pensamiento crítico, la equidad territorial y la eliminación de las brechas entre escuelas rurales y urbanas. También debemos fomentar la cultura del esfuerzo, la disciplina y el respeto a la autoridad.
Solo con docentes altamente preparados, seleccionados, evaluados, empoderados, capacitados y respetados socialmente saldremos de la mediocridad.
El cambio que se nos exige implica migrar hacia una mayor cohesión institucional y un gran involucramiento de padres y comunidad. Necesitamos jornadas escolares más cortas, con menos deberes y más aprendizaje autónomo, así como una fuerte inversión en liderazgo directivo y acompañamiento institucional, sin olvidar el refuerzo de la lectura desde la educación temprana.
Estamos muy lejos de las mejores prácticas. Si queremos mejorar nuestra competitividad, debemos hacer un cambio radical.
Atravesamos una grave crisis educativa y, tristemente, la falta de voluntad política para actuar lleva a posponer los cambios.
La enseñanza debe estar primero en la agenda política. Debemos trabajar con los estudiantes el pensamiento crítico, la resolución de problemas, la innovación, la creatividad y las habilidades para sobreponerse a la frustración.
Ya no valen más parches ni improvisaciones. La competencia mundial por la productividad no nos espera.
Los estudiantes tienen derecho a un mejor futuro. Uno en el que, inevitablemente, la IA ocupará un lugar central, pero donde seguirán siendo indispensables la inteligencia emocional y la capacidad de crear y de dejar de replicar lo que otros ya construyeron. ¿Será posible una sociedad costarricense que, en lugar de consumir conocimiento, lo aporte?
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Jorge Woodbridge es ingeniero.