El 30 de julio de 1982, hace treinta y tres años, en un día caluroso y húmedo, como los de siempre en ciudad de Panamá, el presidente de ese país, Arístides Royo, entró a su oficina, se sentó en su escritorio y escribió su carta de renuncia al cargo, con efecto inmediato. La firmó, se levantó y, acto seguido, se fue para su casa. Lo interesante no es la renuncia en sí, pues, aunque es raro que un presidente renuncie, tampoco es algo nunca visto. Lo que aún hoy llama verdaderamente la atención fue su razón: escribió que renunciaba por tener “dolor de garganta”.
Así ocurrió el llamado “gargantazo” en la historia política panameña. Ya se podrán imaginar ustedes: aún en esa época, sin Internet ni nada, la noticia dio la vuelta al mundo en pocos minutos: ¿desde cuándo los presidentes renuncian por dolores de garganta, o porque les cayó mal el gallo pinto? Algunos opinaron que Royo era poco serio, que rebajaba la dignidad del puesto. Hoy se sabe que fue obligado a renunciar por los militares, quienes eran los que mandaban. Y que, para dejar patente esa coacción, pero sin poder denunciarla, argulló una razón pueril. Un buen toque, dirían los chiquillos: si a uno lo ponen contra la pared, la astucia y el buen humor sirven para salvar el pellejo.
Visto está, entonces, que los presidentes pueden renunciar por un dolor de garganta. O, mejor dicho, que los renuncien por ello, porque, como dije, lo que hubo en el “gargantazo” fue una clara coacción y el presidente ejerció, con humor, su minimalista derecho al berreo. Pero si basta una simple carta de renuncia, no es descartable, por ejemplo, que fuerzas oscuras traten de extorsionar a un presidente, por los métodos que consideren más efectivos, para que, como Royo, renuncie por un dolor de garganta. ¿Ciencia ficción? Para nada, un riesgo político no trivial en esta época.
¿Entonces qué? Si un presidente en Costa Rica renuncia porque tiene insomnio, ¿nada puede hacerse? Y si renuncian el presidente y los dos vicepresidentes al mismo tiempo, por catarro, ¿se van para la casa? La tesis de la Sala IV es que la cosa no es tan fácil, que la Asamblea Legislativa tiene que comprobar que las renuncias reflejan una voluntad legítima. El Tribunal Supremo de Elecciones tiene otra opinión, que renuncia es renuncia y punto, siempre que esté dentro de los plazos permitidos. ¿Tendremos algún día nuestro propio “gallopintazo”?
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Jorge Vargas Cullell es sociólogo.