
Siendo estudiante becada en la Universidad Nacional, vivía, junto a cinco muchachas, campesinas como yo, en la casa de una familia que recibía dinero por hospedarnos y alimentarnos.
Para ser más exacta: vivíamos en un cuarto, comíamos las sobras que nos daban y dormíamos tres y tres en un camarote, ahogadas de calor e indignación.
Ustedes ya habrán adivinado: pasábamos quejándonos entre nosotras, por lo cual muy pronto les propuse que denunciáramos la situación con la trabajadora social encargada de atendernos.
Tras el acuerdo de que yo expondría el problema y, con la cita en la mano, llegamos a la oficina, narré lo ocurrido y, entré en shock: mis cómplices habían decidido traicionarme y, ante la indagación de la funcionaria, aseguraron estar bien con la familia en cuestión.
Creo que sacaron la cuenta de que, si me respaldaban, corrían el riesgo de ser tomadas por problemáticas y perder más de lo que esperaban ganar. O tal vez asumieron que la ganancia por mis palabras les llegaría sin tener que comprometerse. ¡Me embarcaron!
Algo parecido me ha ocurrido otras veces; les ha pasado a muchos conocidos y, apuesto, a ustedes también.
Y, seguramente, esa frecuencia nos aumenta el temor de intentarlo y nos tienta con la comodidad de esperar que los demás se encarguen.
Eso, encargarse solos, es lo que muchos políticos ofrecen engañosamente. Oferta que cala aún en los países con culturas afanosas, pero probablemente más en otras, como la nuestra, un poco perezosa.
Nos resulta bien conocido el rasgo cultural costarricense de querer sacar todas las ventajas máximas (casi siempre de carácter individual) arriesgando lo menos posible, sin pulsearla por cuenta propia.
Lo que la extraordinaria Yolanda Oreamuno puso en estas palabras: “Esta no necesidad de lucha trae como consecuencia un deseo de no provocarla, de rehuirla. Preferimos no hacer frente: abstencionismo”.
En su tipología, agregaríamos que se trata del vivazo (del que hablé en otra columna) al cual parece irle bastante bien con una estrategia que funciona, más o menos, así:
Una primera etapa de quejas en voz baja y en espacios cerrados.
Segunda fase de carboneo indirecto al chivo expiatorio consignado para ser la voz pública, ataviándolo con sentidas muestras de indignación.
Una tercera donde surge el portador de la palabra, el que muerde el anzuelo. Luego viene el desenlace, el abandono, el faltar a la verdad, el hacerse el loco. Y, por último, la etapa de recoger lo ganado a expensas del ingenuo.
Por eso, les propongo que el eslogan del presidente actual tiene cierta resonancia cultural. Cuando dice: “Me como la bronca”, ofrece hacerlo para que ganemos sin peligrar nada.
Pero su lema también encuentra eco en una población impensada.
Su estilo es semejante al de muchos usuarios de redes sociales, en gran parte jóvenes, que, igual que él, están legitimando una comunicación a gritos, con afirmaciones temerarias contra algo o alguien, bajo un discurso de defensa de algún derecho y con un llamado a dejar correr la sangre.
Bien haríamos en dejar de construir demonios exteriores y mirar un poco los nuestros, pues así nos abasteceríamos mejor frente a esos arreglalotodo.
Tendríamos más capacidad para ver la trampa. Que sí hay riesgo. Que sí se apuesta algo. Que es la democracia.
isabelgamboabarboza@gmail.com
Isabel Gamboa Barboza es catedrática en la Escuela de Sociología de la UCR y directora del Posgrado en Estudios de la Mujer de esa universidad.