El anuncio del Poder Ejecutivo de construir una megacárcel inspirada en el modelo del Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot) de El Salvador resulta un total y grosero despropósito. Esto, aparte de ser irrealizable en los seis meses que supuestamente durarían las obras, ya que no se cuenta con el presupuesto, el terreno ni las autorizaciones requeridas para la construcción de un proyecto de esa magnitud.
Esta cárcel de El Salvador se efectuó en amparo del llamado Régimen de excepción vigente desde el año 2022, fuertemente criticado y cuestionado por los organismos internacionales de protección de derechos humanos. Se ha reconocido que este Régimen de excepción no es más que un instrumento utilizado por el Poder Ejecutivo de ese país para legitimar toda la violencia estatal con el uso de cuerpos policiales y militares contra la población estigmatizada como pandilleros. Todo un ejemplo del uso excesivo y abusivo del poder punitivo de un Estado. Manifestación de una represión, persecución y encarcelamiento sin el más mínimo respeto por los derechos constitucionales y las garantías procesales que se deben cumplir en un verdadero Estado de derecho, tales como la presunción de inocencia, el derecho a conocer la acusación, el derecho a la defensa, el derecho a ser escuchado y a que su detención sea revisable por una autoridad judicial imparcial e independiente.
Un Estado que no reconoce controles y límites en la represión o persecución del delito, como El Salvador, no puede ser modelo o inspiración para ningún país; menos para el nuestro, que se precia de ser un Estado de derecho dentro de una democracia constitucional, caracterizada por el respeto de las garantías procesales penales para considerar una detención y un juicio penal justo, transparente y acorde con los estándares internacionales.
Pero el inconveniente más grande de la construcción de esta megacárcel en nuestro país no radica solo en el modelo en el que se inspira, sino en otras razones más profundas y verdaderas, como la suposición según la cual a mayor prisionalización, o más cárcel, habrá menos delito y mayor seguridad ciudadana. Todo lo contrario. La criminología y el moderno Derecho Penal han demostrado que a más cárcel, más delito.

La prisión es un factor criminógeno que tiene una incidencia directa en el delito y la violencia en todas las sociedades. Lo anterior también se encuentra acreditado en la experiencia y en la práctica de la mayoría de los países. Tan solo revisemos la experiencia de nuestro país. Actualmente, Costa Rica tiene una de las tasas de privación de libertad más altas del mundo y la tercera más alta de Centroamérica, alcanzando aproximadamente 343 por cada 100.000 habitantes. Esta tasa ha venido en aumento desde 1994, momento en que se realizó el aumento más drástico a la pena máxima de privación de libertad, pasando de un máximo de 25 años a 50 años de pena de prisión, como rige actualmente.
Este aumento de años de cárcel en nuestro país no ha significado ni menos delito, ni mayor seguridad. Por el contrario, las tasas de homicidio en el año 1994 rondaban alrededor de 5 por cada 100.000 habitantes, mientras que la tasa de homicidios del año pasado alcanzó 16,6 por cada 100.000 habitantes. Por el número de homicidios llevados a cabo durante este año, el pronóstico será igual o peor que el año pasado respecto al aumento de las tasas de homicidio.
También es oportuno recordar cuál es la finalidad establecida a la privación de la libertad. Sobre todo, que un verdadero Estado de derecho se encuentra legitimado para imponer penas y hacerlas cumplir fundamentado en un objetivo de carácter social. Las penas, particularmente las privativas de libertad, deben fundamentarse en fines y objetivos para diferenciarse de la venganza privada. Esta finalidad se encuentra expresamente establecida en el artículo 51 de nuestro Código Penal, según el cual la pena de prisión, al igual que las medidas de seguridad, deben ejercerse sobre el condenado para alcanzar una “acción rehabilitadora”. Es decir, una finalidad de inserción social. Esto es acorde con el artículo 5.6 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y los estándares de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Lo anterior obliga a nuestro Estado a proveer espacios e infraestructura apropiados y acordes con la finalidad establecida para la privación de la libertad, lo que implica el desarrollo de condiciones, planes, programas, coordinaciones interinstitucionales, públicas y privadas, para dar atención a este sector de la población que se encuentra privada de libertad.
Es decir, las cárceles no son un depósito de personas sobre las que el Estado puede, arbitrariamente, ejercer sus funciones punitivas. Los reclusos lo que han perdido es su libertad, no su dignidad. Existe la obligación de cumplir con estos objetivos fijados a la privación de la libertad, so pena incluso de responsabilidades internas e internacionales. Una cárcel tipo el Cecot se encuentra completamente alejada de las finalidades legales establecidas a la pena privativa de libertad y es contraria a las obligaciones legales internacionales que nuestro país se ha comprometido a cumplir.
Lo que debemos preguntarnos es ¿qué debemos hacer ante nuestra realidad actual, que sin duda refleja un aumento de la violencia, el delito y la inseguridad ciudadana? Me gustaría al menos señalar algunas ideas a una pregunta compleja que no tiene una sola respuesta.
La primera reacción debería enfocarse en una política pública de seguridad ciudadana donde la prevención a la violencia y el delito deberían ser la prioridad. Sobre todo, programas amplios, generales y también específicos de población en vulnerabilidad, tales como niños, niñas y adolescentes. Aquí, la mejor estrategia respecto a esta población es un sistema educativo robusto que cubra todos los niveles educativos a través de una oferta atractiva, programas actualizados y acordes con la realidad estudiantil, una infraestructura adecuada y, sobre todo, un personal docente bien formado y de calidad.
La respuesta al fenómeno de la violencia y el delito, por más grave que sea, debe articularse en el marco de la legalidad y los derechos fundamentales de todos los ciudadanos, y desde luego, incluyendo a víctimas y victimarios. La respuesta que se dé al delito desde el sistema de justicia penal resulta fundamental para efectos preventivos. Por eso, es importante recurrir a mecanismos desjudicializadores y restaurativos en todos los casos que sea posible, tales como la conciliación, la suspensión del proceso a prueba y la reparación integral de los daños generados por el delito y sufridos por la víctima. Esta estrategia busca reducir no solo la sobrecarga de casos de los sistemas de justicia, sino también sus costos y la sobrepoblación penitenciaria.
La justicia formal, las condenas a penas graves, como la privación de libertad y la ejecución de estas penas, debe reservarse única y exclusivamente para los casos graves que realmente lo requieran y que no sea posible resolverlos a través de los mecanismos de desjudicialización y restauración. Nuestro sistema penal ya cuenta con estos mecanismos desjudicializadores para dar una respuesta no meramente punitiva al delito. Se deben fortalecer, a través de programas públicos y privados, opciones para que los jueces penales, en la mayor cantidad de los casos, puedan resolverlos sin recurrir a sentencias condenatorias de privación de libertad.
Un buen inicio para cambiar este rumbo que busca imponer el modelo del Cecot en nuestro país es retomar el proyecto de Ley N.° 24.019, de ejecución de las penas, que es una deuda pendiente de nuestros legisladores desde hace más de 50 años, así como la elaboración de una política pública de seguridad ciudadana centrada en la prevención, que hemos estado esperando en los últimos tres años. Por último, un argumento ético: ¿por qué responder al delito en forma drástica y violenta si es posible y conveniente utilizar otras formas?
carlos@doctortiffer.com
Carlos Tiffer es abogado, profesor de la Maestría en Ciencias Penales de la Universidad de Costa Rica (UCR) y consultor del Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente (Ilanud) y del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef).