¿Cuántas veces hemos visto a funcionarios —y empleados privados también— maltratar a personas que llegan a una ventanilla a gestionar un asunto? Estoy seguro de que muchos, y en muchas ocasiones hemos sido testigos o víctimas de un fulano o una fulana que usa su pequeña parcela de poder para regodearse en el ninguneo, la altanería, la rigidez, la falta de empatía y otros comportamientos que sabemos, incluido el fulanito o la fulanita en cuestión que pueden llegar a ser, incluso, degradantes. El despliegue de arbitrariedad se facilita porque, en la práctica, son impunes.
Esos pequeños dictadores pululan en el país y, la verdad, en muchos países democráticos (en las dictaduras es lo que hay). La ubicuidad del maltrato que dispensan se origina en lo que el pensador francés Michel Foucault señaló, hace décadas, sobre la capilaridad del poder en la sociedad. Aunque el gran poder lo ostenten las élites, hay micropoderes irrigados en las distintas estaciones de la vida social porque la gente siempre debe acudir a algún sitio para resolver problemas o hacer trámites.
Lo contrario del maltrato, en la faceta ciudadana que hoy subrayo, no es solo la cortesía. Claro que tiene que haber de eso, incluso para decir que no a una gestión en la que el interesado no tiene razón. Para mí, la antítesis es el trato democrático a las personas. Hace 25 años lo definimos como la medida en que el trato “es respetuoso de los derechos y dignidad y se realiza conforme a las disposiciones de la Constitución Política y las leyes… sean estas personas ciudadanas o no” (capítulo 8 de la Auditoría ciudadana de la calidad de la democracia). Es, pues, un asunto de ser eficientes para atender los derechos con respeto a la dignidad ajena.
Una fuente del divorcio entre ciudadanos de a pie y la democracia se cocina en ese ninguneo cotidiano, en el “que me importa a mí” si una ciudadana de 99 años viene a atenderse el problema de salud con la cédula vencida. Pensemos en ese caso y multipliquémoslo por miles de veces cada día. Habrá muchas contralorías de servicios, pero los pequeños dictadores siguen ahí y nuestra democracia sangra por esa herida. No necesitamos grandes reformas a la arquitectura del Estado para arreglar cosas elementales que por su recurrencia son también estructurales: estándares de servicio, vigilancia y, de ser necesario, escarmiento público a los matoncitos.
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El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.