
En un ensayo titulado Procrastinación y obediencia (1991), el premio nobel de economía George Akerlof cuenta la siguiente anécdota: un amigo visitó a un colega que residía en la India y dejó una ropa olvidada; el amigo quedó en enviársela pronto por correo, pero lo fue postergando por diferentes motivos que, en el momento, parecían justificar el atraso. Eventualmente, se la envió, alrededor de ocho meses más tarde. La anécdota sería algo insípida excepto porque el procrastinador era el mismo Akerlof, y la ropa era de su colega, también galardonado con el Nobel de Economía, Joseph Stiglitz. Si los premios nobel procrastinan, usted no puede estar tan mal.
En diferentes encuestas, el 25% de las personas admiten que procrastinan constantemente, y en ciertos ambientes, como en las universidades, hasta un 80% admite que procrastina en forma sostenida. Es interesante que este término no se volvió de uso frecuente hasta hace unos 15 años, con el desarrollo masivo de las redes sociales, que generó comentarios sobre este curioso hábito en Internet. Es concebible que el mundo digital, con sus distracciones, ha contribuido a la procrastinación y que, a su vez, el concepto se popularizara por la omnipresencia de Internet.
Existen docenas de libros sobre el tema y es una queja casi universal en las consultas de jóvenes y adultos que presentan problemas de atención. La definición de procrastinar es el acto de aplazar, postergar o retrasar algo, y por su etimología significa “dejar para mañana”. Sin embargo, esta definición no captura el misterio intrigante de la procrastinación. Cuando procrastinamos, escogemos hacer algo que nos perjudica en lugar de algo que sabemos que nos beneficia. La procrastinación es de los actos irracionales más frecuentes en los seres humanos, porque voluntariamente postergamos tareas, a sabiendas de que vamos a sufrir consecuencias negativas por haberlo hecho, y lo seguimos haciendo.
La procrastinación es una conducta humana que claramente desafía el principio de la economía clásica, en el sentido de que los seres humanos somos agentes racionales. Por esa misma razón, el tema ha capturado el interés de los economistas de la conducta que, por el contrario, estudian cómo la percepción, la intuición y otros factores “irracionales” determinan nuestras decisiones. Precisamente, por su contribución a esclarecer cómo los seres humanos tomamos decisiones, el psicólogo Daniel Kahneman recibió el Premio Nobel de Economía en el año 2002.
Entonces, ¿cómo explicar que una conducta perniciosa para nuestro bienestar no se haya extinguido a través de miles de años de evolución? La respuesta no es sencilla, como siempre ocurre cuando queremos explicar una conducta humana compleja.
Con frecuencia, los procrastinadores se justifican aludiendo que son perfeccionistas, que sus estándares son tan altos que la idea de no cumplirlos los paraliza. No lo son. La dimensión de perfeccionismo es la más estudiada dentro del campo de la procrastinación, y el psicólogo R. Slaney desarrolló una escala para medir perfeccionismo (le puso el nombre de Escala Casi Perfecta) y encontró que los perfeccionistas, como grupo, procrastinan menos que el promedio, lo cual tiene sentido. Contrariamente, el factor necesario para entender la procrastinación es menos virtuoso: la impulsividad. Cuando éramos cazadores y recolectores, ser impulsivo tenía un valor para sobrevivir. Nuestros antepasados sobrevivían y transmitían sus genes por medio de cuatro conductas en las que ser impulsivo podría haber sido entonces una ventaja: comer, correr, combatir y reproducirse.
La impulsividad debería ser un rasgo en extinción –tal vez lo es–, como lo han sido el apéndice o la muela del juicio. Pienso que el ritmo de la modernización ha sido tan acelerado y la impulsividad era un rasgo tan necesario que las fuerzas evolutivas que regulan rasgos como la impulsividad son, en comparación, muy lentas y no han tenido aún un impacto sustancial. La impulsividad explica nuestra dificultad para postergar satisfacciones y tolerar esfuerzos sostenidos; además, está íntimamente ligada a nuestra relación con el tiempo y a nuestra percepción de él.
La capacidad de reflexión es inversamente proporcional a la impulsividad. Los economistas y psicólogos han diseñado múltiples experimentos que demuestran que la mayoría de las personas prefieren una recompensa menor inmediata que una mayor postergada. Eso no ocurre porque somos idiotas; lo que nos ocurre es que sufrimos de una suerte de impaciencia que genera un sesgo matemático, porque tendemos a descontar el corto plazo de forma acelerada y el futuro de forma atenuada (los economistas llaman a esto “descuento hiperbólico” porque la tasa de descuento sigue una curva hiperbólica). Entonces, la impulsividad, más el retraso en el tiempo de la recompensa por la tarea cumplida, conspira contra el componente racional, que es el valor que le asignamos a la tarea. Esto es lo que el psicólogo Piers Steel ha llamado la ecuación de la procrastinación. Si el valor que esperamos de completar una tarea es el numerador, y la impulsividad más el retraso es el denominador, cuanto más impulsivos somos y el retraso en la recompensa es mayor, el valor de la tarea se disminuye en el presente subjetivo. Todo esto puede ser muy interesante, pero más aún para los lectores es qué podemos hacer al respecto. Eso lo veremos en otra entrega, si no lo sigo postergando.
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Luis Diego Herrera-Amighetti es psiquiatra, especialista en niños, adolescentes y salud pública, y miembro de número de la Academia Nacional de Medicina.