
En tiempos de incertidumbre global, el oro vuelve a ser protagonista. Sus precios se disparan cada vez que el mundo tiembla: guerras, sanciones, inflación o el simple miedo porque las grandes potencias ya no controlan el tablero como antes. Pero mientras en Wall Street el oro se ve como refugio, en América Latina su brillo revela un conflicto mucho más complejo: el de territorios devastados, ecosistemas envenenados y Estados debilitados.
El aumento en la inversión en oro no es casualidad. La inflación persistente en Estados Unidos, el temor a una recesión y la volatilidad del dólar –que ha perdido fuerza frente a otras monedas– impulsan a los inversionistas a refugiarse en activos más “seguros”. A esto se suma un hecho geopolítico clave: las sanciones de Estados Unidos y Europa contra Rusia han acelerado la estrategia de muchos países para diversificar sus reservas internacionales y reducir su dependencia del dólar.
El ejemplo más llamativo es India: su banco central evalúa aumentar la proporción de oro en sus reservas, de menos del 7% actual a cerca del 15%; hacia finales del 2025, esto rondaría las 880 toneladas. ¿La razón? Blindarse ante un mundo cada vez más impredecible.
Pero lo que desde Washington o Nueva Delhi parece una decisión financiera, en nuestra región tiene consecuencias profundas. Porque si el oro es el refugio del Norte, América Latina es la fuente de ese refugio. Y aquí está el problema: la creciente demanda internacional alimenta una minería de oro que, en nuestra región, está marcada por características peligrosas.
La expansión de la minería ilegal en países como Perú, Colombia, Brasil y Venezuela, donde más del 70% del oro que se extrae proviene de actividades ilegales o informales, alimenta redes criminales, lavado de dinero y corrupción política. La presión internacional por más oro empuja los precios al alza, lo que, a su vez, hace más rentable la minería ilegal y fortalece estas redes.
Pero cada gramo de oro extraído con métodos ilegales deja un rastro de destrucción: ríos contaminados con mercurio, bosques arrasados, comunidades indígenas desplazadas. En la Amazonía peruana, por ejemplo, la minería ilegal es una de las principales causas de deforestación.
Además, en las zonas auríferas proliferan la trata de personas, la explotación laboral y la violencia organizada. El oro genera riqueza, pero no desarrollo: los territorios que lo producen suelen quedar sumidos en pobreza, inseguridad y degradación ambiental.
La guerra en Ucrania ha acelerado una tendencia que ya venía gestándose. Los países emergentes, como India, China, Turquía y Brasil, están comprando más oro para reducir su dependencia del dólar. Esta “desdolarización” gradual causa mayor demanda del metal, presión sostenida sobre los precios y un incentivo directo para expandir las zonas de extracción en los países productores.
Así, mientras las potencias compran oro como seguro geopolítico, en América Latina crece la conflictividad social, se expande la frontera minera y surgen disputas entre comunidades, concesionarios y gobiernos.
Todo esto hace a América Latina rica en oro, pero pobre en beneficios. El oro sale, pero las ganancias se quedan fuera. Y lo que queda dentro son pasivos ambientales, ríos contaminados y Estados incapaces de controlar la cadena de valor.
La región enfrenta una paradoja peligrosa:
- El precio alto del oro fortalece a los grupos ilegales.
- La debilidad estatal facilita su expansión.
- La demanda internacional hace casi imposible frenar el avance.
Pero la minería ilegal no opera en el vacío; se beneficia de un entramado de corrupción, captura del Estado y protección política que atraviesa a buena parte de la región. En varios países latinoamericanos, investigaciones fiscales y periodísticas han revelado cómo redes criminales han logrado penetrar instituciones públicas, financiar campañas locales y obtener permisos, impunidad o incluso defensa política desde el propio aparato estatal. Esta alianza tóxica entre intereses ilícitos y actores formales debilita aún más la capacidad del Estado para controlar sus territorios y deja a las comunidades completamente expuestas.
En Perú, la penetración política de los intereses vinculados a la minería ilegal e informal es un hecho documentado. Investigaciones recientes de El Comercio revelaron que, con miras a las próximas elecciones, al menos 10 candidatos al Congreso de diferentes partidos presentan vínculos con actividades de minería informal o ilegal. Este avance de actores mineros dentro de las listas parlamentarias no solo normaliza actividades que degradan ríos y bosques, sino que también amenaza con capturar la política pública desde adentro, debilitando aún más la capacidad del Estado para enfrentar un problema que ya opera a escala industrial y a vista y paciencia de todo el mundo.
La situación de Bolivia muestra otro rostro de esta crisis. Tras quedarse prácticamente sin dólares y enfrentar un desplome histórico de sus reservas internacionales, el gobierno aprobó la llamada ley del oro, que permite al Banco Central comprarlo en el mercado interno para convertirlo en reservas. Diversos analistas y organizaciones han advertido de que, debido a la debilidad de los controles estatales y a la fuerte presencia de minería informal en el país, existe un alto riesgo de que parte del oro adquirido provenga de circuitos informales o incluso ilegales.
El ejemplo más preocupante es Ecuador, donde recientes reformas legales han generado alarma al establecer que pronunciarse contra sectores estratégicos, como la minería, podría considerarse un acto que atenta contra la seguridad nacional. Diversas organizaciones han advertido de que esta normativa abre la puerta para criminalizar a periodistas, líderes comunitarios y defensores ambientales, pues encasilla la crítica legítima como “traición a la patria”. En una región donde la violencia contra quienes protegen la naturaleza ya es altísima, este tipo de medidas solo profundizan el riesgo y consolidan el poder de los grupos que se benefician del oro a cualquier costo.
La región necesita una estrategia integral que considere tanto los mercados globales como las dinámicas locales. En primer lugar, Europa y EE. UU. deberían exigir trazabilidad estricta del oro que importan, como ya hacen con madera, pesca o productos agrícolas. Sin esto, cualquier esfuerzo interno será insuficiente. Segundo, sin presencia efectiva del Estado, la minería ilegal seguirá creciendo. El oro es demasiado lucrativo para ser controlado solo con operativos. Tercero, las comunidades que hoy dependen del oro necesitan opciones: agroforestería, turismo, cadenas de valor sostenibles, pagos por servicios ambientales. Sin alternativas, la minería seguirá siendo la única vía de ingresos para muchos.
Nuestra región debe avanzar hacia cadenas de suministro verificadas, uso de tecnología satelital, trazabilidad y certificaciones robustas para garantizar que el oro no provenga de actividades ilegales o destructivas.
Si el oro se está convirtiendo en un activo estratégico global, América Latina debe posicionarse en la discusión. Brasil, Perú, Colombia y México deberían coordinar posiciones frente al comercio internacional, los bancos centrales y la regulación global.
Al final, el oro es un espejo: refleja lo que somos y lo que tememos. Para los países poderosos, es un refugio frente al caos global. Para América Latina, ese mismo brillo ilumina una realidad incómoda, porque somos proveedores de certidumbre para el mundo, pero a costa de nuestra propia seguridad.
La verdadera pregunta no es cuánto vale el oro hoy, sino cuánto nos está costando.
aimee_lb@yahoo.com
Aimée Leslie es gestora ambiental y doctora en transiciones hacia la sostenibilidad.
