Toda sociedad fabrica mitos políticos como una manera de dar una identidad y un destino común a personas que ni se conocen entre sí. Inventan, pues, el “nosotros” donde antes solo existía el yo, tú, él y ella y mi familia, al exaltar ciertas cualidades que, se supone, compartimos los habitantes e instituciones de un cierto territorio. Son como una cédula de identidad cultural que nos hace parte de un todo, del cual nos sentimos orgullosos.
La sociedad estadounidense ha creado una amplia cosecha de persuasivos mitos: que es la “colina resplandeciente” de la humanidad, la tierra de las oportunidades y la libertad. China se ve, desde hace siglos, como el centro del mundo. La antigua Roma inventó descender de Eneas, un gran héroe homérico, para, con ese origen épico, hacer valer su condición de heredera del mundo helénico y justificar su dominación sobre la cuenca mediterránea.
Hay mitos mucho más modestos, pero igualmente efectivos en eso de crear un “nosotros”. Por ejemplo, que Argentina tiene la mejor carne de res del mundo (en disputa con Uruguay) o que los salvadoreños son muy trabajadores. Y en eso de fabricar mitos, en Costa Rica hemos sido muy productivos: que nuestro país es tierra de labriegos sencillos; que llevamos la paz, la democracia y la concordia en nuestras venas; que somos la Suiza de América.
Serán mitos no tan grandiosos como los pergeñados por las potencias imperiales, pues la tela no da para tanto, pero ayudan a entender que incluso las sociedades pequeñas necesitan este recurso fantástico para adornarse con virtudes singulares. Si no, ¡qué gris y desesperanzador sería todo!
No nos equivoquemos: los mitos no son puras mentiras. Deben tener algún asidero en la realidad; si no, pasarían por cuentos inverosímiles. Costa Rica, pese a su historia conflictiva, ha sido una sociedad relativamente más pacífica que sus vecinos y no desarrolló una oligarquía feudal como en otras partes de las Américas.
Y aquí está el problema: si bien un mito no es una realidad sociológica, su eficacia se reduce como elemento identitario cuando pierde toda traza de realidad. La creencia de que somos un país de paz quedará despanzurrada si persiste el tsunami de violencia homicida y crimen organizado que vivimos. ¿El problema? Los mitos perdidos se van para nunca volver. Y una sociedad que pierde sus mitos pierde cohesión y orgullo, su sentido de destino compartido.
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Jorge Vargas Cullell es sociólogo.