El comienzo de un año invita a reflexionar sobre los acontecimientos y tendencias que marcaron los doce meses anteriores. Respecto al 2021, incluyen la pandemia de covid-19 (últimamente fortalecida por la variante ómicron); la dramática plasmación del cambio climático, que ha incrementado la necesidad de acciones realistas para enfrentarse a las emisiones de carbono; y las tensiones geopolíticas, desde la planteada por Rusia en la frontera ucraniana hasta la rivalidad entre Estados Unidos y China. En todos estos ámbitos, el 2021 no fue un buen año.
Remontémonos al 2020, que fue un año difícil, pero concluyó con razones para la esperanza. Se desarrollaron y aplicaron vacunas eficaces contra la covid-19. En Estados Unidos, un nuevo presidente subrayó en su programa la necesidad de combatir el cambio climático y el valor de los aliados. Todo ello, un saludable cambio frente a su predecesor.
La OTAN, por su parte, planteaba elaborar un nuevo “concepto estratégico”. Una respuesta eficaz a los desafíos que enfrenta Occidente parecía una posibilidad real.
Pero durante el año que pasó, esos desafíos no han hecho más que agravarse y multiplicarse. El inédito experimento social global que trajo consigo la pandemia (incluido el confinamiento) ha generado grandes tensiones en nuestras sociedades. La polarización cada vez más profunda socava los cimientos de la democracia.
Incluso en países donde la democracia liberal parece bien asentada, los gobiernos se han arrogado poderes excepcionales, una tendencia cuyos insidiosos efectos probablemente perdurarán cuando la emergencia haya quedado en el recuerdo.
Además del daño psicológico indiscutible de las cuarentenas, los abusos de poder percibidos acarrearán más tarde consecuencias duraderas sobre el apoyo público en el futuro, incluido el deterioro de la percepción del contrato social.
Consciente de la amenaza que se cierne sobre la democracia en todo el mundo, el presidente estadounidense, Joe Biden, convocó hace poco una cumbre virtual sobre el tema (con una lista de invitados cuestionable). Pero como han señalado algunos expertos, para renovar la democracia se necesitará algo más fundamental.
Economía y enfrentamientos
En el frente económico, la recuperación ha sido muy asimétrica: mientras algunas economías registran grandes avances, otras siguen en cuidados intensivos. A estas dificultades se suman ahora problemas de suministro y el encarecimiento de la energía, junto con una nueva ola de restricciones a los viajes y cuarentenas.
Y en un marco de crecientes riesgos financieros y presiones inflacionarias, los gobiernos y las instituciones financieras internacionales se ven obligados a efectuar un delicado acto de equilibrio.
La falta de una acción multilateral eficaz durante la pandemia, de lo que dan ejemplo las enormes desigualdades en el acceso a las vacunas, ha puesto más de manifiesto, si cabe, la incapacidad del sistema global multilateral para hacer frente a desafíos compartidos. Y una decepcionante Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) en Glasgow terminó de completar el aciago panorama.
La pérdida de confianza en la cooperación internacional no podría haber llegado en peor momento. No se trata únicamente de las tropas que Rusia acumula cerca de su frontera con Ucrania; conforme China se adentra en una política de fuerza (Hong Kong es el último ejemplo) crece el riesgo de un enfrentamiento en el Pacífico occidental.
Y las cumbres virtuales que se han sucedido no han resultado en alivio de las tensiones. Por su parte, los nuevos mecanismos de seguridad (en particular el Quad, una coalición informal entre las cuatro principales democracias de la región indopacífica, y el acuerdo de defensa Aukus entre Australia, el Reino Unido y Estados Unidos), por la limitación de su campo y la falta de visión, no reúnen las condiciones para garantizar la estabilidad.
En este contexto, es de prever que en el 2022 veamos aumentar los conflictos bélicos y la agitación geopolítica. En octubre, el Partido Comunista de China celebrará su 20.º Congreso Nacional, y cabe esperar que, por una parte, la dirigencia china siga participando en cuestiones de cambio climático, al tiempo que opone firme resistencia a todo intento occidental de contrarrestar la creciente influencia de su país.
Relación transatlántica
Para negociar desde una posición de fuerza, Occidente debe asumir como prioridad apuntalar la debilitada relación transatlántica. Ese es el sentido del tantas veces repetido lema de Biden, “Estados Unidos está de vuelta”, que se prefiguraba como un repudio de la doctrina “Estados Unidos primero”, de su predecesor Donald Trump.
Pero la relación transatlántica dista de estar reencauzada: así, hubo que esperar a noviembre para que la administración Biden anunciara la derogación de los aranceles que impuso Trump a las exportaciones europeas de acero y aluminio; así, en la última encuesta de la Brookings Institution sobre el estado de la relación entre Estados Unidos y Europa, el promedio de las respuestas cayó de 6,6 (en una escala del uno al diez) a finales de junio a 5,3 a fines de setiembre.
Ahora depende de Biden demostrar que su gobierno está decidido a restaurar la relación transatlántica. Pero es improbable que eso suceda pronto. La tradición política estadounidense enseña que la política exterior no se erige —en términos generales— hasta el segundo mandato, cuando ha desaparecido la tensión de la reelección.
Por ahora, las preocupaciones de Biden son sus bajos índices de aprobación y las próximas elecciones de congresistas y senadores en noviembre, en las que se arriesga a perder las dos cámaras. Y la sombra que se cierne sobre todos nosotros de que Trump vuelva a ser candidato presidencial del Partido Republicano en el 2024.
Estados Unidos y Europa
Vista desde Europa, la situación descrita nos debe empujar al realismo. Saber que no podemos contar con Estados Unidos de la misma manera. Más allá de que una creciente percepción de vulnerabilidad podría cuajar en un cambio de los europeos, lograr ese objetivo no será fácil. Hemos vivido dieciséis años en la confianza de la veteranía de la canciller Angela Merkel, también en materia de política exterior.
Es verdad que el sucesor de Merkel, Olaf Scholz, se reunió hace poco con el presidente francés Emmanuel Macron en París, y los dos declararon formalmente el deseo compartido de fortalecer la “soberanía estratégica” de la Unión Europea.
Pero, en particular en Europa, “entre palabra y hecho, media un gran trecho”. Además, está por verse cómo queda el directorio posbrexit tras las maniobras hábiles de Mario Draghi para poner a su país en el centro de la escena.
Por último, la necesidad de la toma de conciencia europea no puede significar darle la espalda a Estados Unidos. No hay un sendero equidistante entre Estados Unidos y China.
Los europeos no podemos olvidar que somos la más cuajada realización del paradigma que inspira la comunidad transatlántica desde la firma de la Carta del Atlántico en 1941: asegurar la paz por medio de la prosperidad, y la prosperidad por medio del libre intercambio. Pero hoy, hay que entender los cambios del mundo que convierten en suicida la ambigüedad o la pasividad.
Siempre han existido desacuerdos entre Estados Unidos y Europa. Eso no va a cambiar. Las dos orillas del Atlántico están unidas por valores e instituciones confrontados con desafíos complejos como nunca.
Por ello, es necesaria una introspección honrada (que incluya la admisión por parte de Occidente de sus propios fracasos democráticos) para seguir adelante juntos. No nos podemos permitir no hacerlo.
Ana Palacio fue ministra de asuntos exteriores de España y vicepresidenta sénior y consejera jurídica general del Grupo Banco Mundial; actualmente es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.
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