El título de mi columna está inspirado en el recuerdo del terror que sentí, hace algunos años —mientras viajaba en un bus berlinés—, al escuchar a varios pasajeros anunciar “¡katastrophe, katastrophe, katastrophe!”, pronunciado a gritos, con urgencia y alarma.
Se trataba de una advertencia colectiva porque una huelga iba a paralizar el transporte público en los siguientes minutos, no de una amenaza a la seguridad física de quienes estábamos ahí, como temí.
Esa vivencia me hizo pensar en quienes, en nuestro país, se dedican a alarmar, a presagiar fines del mundo con por lo menos dos grandes propósitos: destruir por venganza o destruir para sacar alguna ganancia (que a veces es obtener venganza).
A los que andan pregonando juicios finales no les preocupa si la muerte verdaderamente ocurrirá —aunque a veces sí creen lo que dicen— debido a que sienten desprecio por sus interlocutores y presuponen que nadie se dará cuenta de la mentira o que si los descubren aceptarán como válida cualquier excusa.
Muchas veces son personas encantadoras y otras profundamente desagradables y falsas, pero siempre atraen seguidores a los que, un día sí y otro también, dejan a su suerte.
También les da igual que no esté bien juzgar a alguien por un acto ni a una institución por una falla. Lo que les interesa son las fotografías en blanco en negro, porque les permiten soltar la lengua sin dar mucha cuenta de ella y hacer anuncios destellantes: ¡Compatriotas, misión cumplida!
Destruir para sacarse un clavo. En el primer caso, se suelen atribuir conductas u omisiones reprochables socialmente a personas o instituciones con el propósito de quebrar su integridad. Cuando se demoniza a alguien, otorgándole un poder inexistente para exagerar el daño que haría, un grupo suele actuar en su contra sin que medie el más mínimo sentido de presunción de inocencia, principio consagrado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y otros tratados internacionales. La cultura de la cancelación tan común en nuestro tiempo se basa, en parte, en el discurso cataclísmico.
Asimismo, piden el entierro de las instituciones sobre las que afirman que están difuntas, mediante afirmaciones que leemos y escuchamos todos los días: la Caja está quebrada, el Poder Judicial es corrupto, la Asamblea Legislativa no sirve para nada, la prensa es canalla.
Destruir para sacar provecho. En la mayoría de las ocasiones, el primer propósito —destruir— se complementa con el segundo, obtener una ganancia.
Puede ser afán de notoriedad, quedar como el más inteligente o sensible por darse cuenta antes que nadie de lo mal que estamos en el área respectiva.
Para amedrentar y manipular en beneficio propio, generalmente para echar humo y salir impune de una acción que de otra forma recibiría repudio o castigo.
Hacer creer a los confiados y desprevenidos que se es el único ser humano en la faz del país con la capacidad intelectual y la fortaleza colosal necesarias para salvarlo. Así, el portador de malas noticias es al mismo tiempo el único redentor posible que, a lo sumo, pide a cambio nuestro humilde voto.
Otra utilidad es mantener ciertos números en el ranquin como el paladín frente al mal que se anuncia. Lo vemos en políticos de ocasión, quienes a veces echan mano de granjas, pero también en gente que deposita el remedio a su aislamiento en corazones digitales.
Cada Institución e institución tiene sus apocalípticos. Las Instituciones con mayúscula, tales como los sistemas sanitario, educativo, político, jurídico y familiar, son objeto de alarmas, como las encendidas por un diputado pastor la semana pasada, mientras protestaba durante la audiencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que resolverá el caso Beatriz, sobre el ensañamiento contra las mujeres que significa la prohibición radical del aborto. El exaspirante a la presidencia aseguró el acabose de la familia, como sentencia cada vez que escucha algo que no le gusta.
En el segundo, siempre hay alguien en el MOPT, la UCR o las familias que aseveran ser testigos de su derrumbamiento. Lo hacen con sonrisas sardónicas y contemplan mientras se inflan.
Amor por la destrucción
Pero también se presagia la muerte pronta de cosas como Twitter o del medio que publica mis artículos de opinión. “La Nazión está en quiebra”, aseguran, así con zeta, dando muestras no solo de ignorancia supina, sino de la mala fe y la escasa sensibilidad que les merece el horror del Holocausto, pues desacreditan la barbarie al usarla con fines vengativos.
No quiero dejar de decir que, citando a Sigmund Freud, a veces una pipa es solo una pipa, es decir, habrá quienes anuncien mortandades simplemente por la grata sensación de que no todo en su vida está tan mal, para distraerse un poco de sus sentimientos de amargura y resentimiento.
Contrario a lo que dicen, los fatídicos suelen tener mucho amor por la destrucción, pues en el fondo piensan —a veces lo dicen abiertamente— que el origen de todo bien procede de la ruina de algo, al mejor estilo de la teoría del catastrofismo, cuyo impulsor más popular fue Georges Cuvier, durante el siglo XIX, quien planteaba el surgimiento de la tierra como producto de repentinas y violentas transformaciones.
Pero igual que pasó con esta teoría, surgida para justificar una ocurrencia anterior —que tanto la tierra como el universo tenían una edad precisa—, las palabras y acciones de nuestros contemporáneos responden a su idea previa de ser el bienhechor.
Una profetisa que se considera en tan alta estima que debe referirse a sí misma en tercera persona para no ofender su propia solemnidad. Un partido surgido como palomitas de maíz en microondas, pero quebradizo como cáscara de huevo. Una ideología con la boca llena de amor, pero palabras y acciones repletas de odio, sobre todo por la libertad ajena. Un tipo rudo y chotero, de hablar arrastrado, para parecer popular, pero tono de quien condesciende a explicar cosas a una muchedumbre de ignorantes destinados a no entender la gravedad de su sabiduría.
Además, nunca se incluyen como parte del problema: se especializan en culpar a los demás, no se involucran verdaderamente en las soluciones de aquello que dicen que está mal. Son seres de lo trágico moderno, diría la filósofa Ismene Ithaí Bras Ruiz, caracterizados por una profunda individualización.
Pereza de corroborar
El público preferido de los portadores de calamidades está en todas partes, pero comparten un encuadre muy rígido: gente dispuesta a escuchar, ver, sentir y creer aquello que está de acuerdo con lo que ya escuchaba, veía, sentía y creía. Gente que solo quiere el eslogan de varias marcas de comida: fácil y rápido. Personas sin muchas preocupaciones éticas, a quienes también les tiene sin cuidado si la denuncia es cierta o no.
En el contexto social actual, cuando más que los riesgos reales aumentan los riesgos percibidos, según varios estudios, entre estos los de Enrique Gil Calvo, los temerosos con pereza de corroborar lo que suena por ahí son parte fundamental de la base electoral de autoritarios con baja autoestima, como Donald Trump.
Trump, de quien Bricio Segovia, corresponsal de France 24, dice haber descubierto lo bien que funciona la política del miedo, sabe apelar, como señala Soraya Rodríguez de El Confidencial, a emociones que no admiten razones y dividen el mundo como una frontera entre nosotros y los otros.
Con lo anterior, no estoy negando la importancia de apercibirse de los peligros que se ciñen contra nuestro sistema democrático —por ejemplo, la llegada al poder de catastrofistas—, pero hacerlo no significa permitir que los Tiresias y Calchas versión 1.0 secuestren nuestras posibilidades de implicarnos en los asuntos del país, en el sentido que le da la pensadora húngara Agnes Heller: tener sentimientos, ojalá intensos, cercanos, duraderos, que nos empujen a actuar como un contrapeso de esa gente con una garganta tan grande que se quiere comer todo el pinol.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.
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Sobra gente para presagiar el fin del mundo, de las cosas o de las personas. (Shutterstock)