San Juan de la Cruz, hablando de los procesos del espíritu humano, se refería a la noche oscura como un momento de gran tensión. Sus descripciones llaman la atención de teólogos, literatos, poetas, filósofos y humanistas.
Su famoso poema empieza con una frase enigmática “En una noche oscura, / con ansias en amores inflamada”. Tener ansia de amores significa muchas cosas; es una metáfora llena de sentimiento que señala las tormentas de la vida, las dificultades experimentadas y, sobre todo, las desilusiones que se abren paso tras la negación sistemática del amor que parece reinar por doquier.
No es solo una noche la que nos atormenta, sino también situaciones, personas e inconsistencias personales concretas e históricas. Son noches oscuras porque parece que las estrellas han huido ante el embate de la violencia real o simbólica. En esas oscuridades, añoramos los tiempos mejores, pero sabemos que no retornarán porque todos hemos cambiado y el contexto humano en el que nos movemos no es el mismo. Ese tal vez sea el motivo del porqué las noches se vuelven más tenebrosas.
Ansiamos un pasado que es imposible repetir, queremos construir un futuro, pero el presente se nos presenta como obstáculo, en un odioso y continuo recordatorio de que hay fuerzas violentas, llenas de odio y egoísmo que comandan y que no ceden un ápice de su arrogancia.
En esa tensión se va experimentado, en lo profundo, las mil y una razones para no tener esperanza, para desalentarse y buscar otros caminos. Lo malo de todo es que nos imaginamos aliviados del dolor que nos produce la oscuridad y pareciera que nos contentamos con la tranquilidad de algún lugar remoto donde no seamos molestados. Ese debería ser nuestro miedo más grande, porque significa dejarse vencer, renegar para no asumir lo único que nos haría creíbles: enfrentar la noche con la fuerza de un amor superior.
Continua san Juan de la Cruz: “¡Oh dichosa ventura! / salí sin ser notada, / estando ya mi casa sosegada”. Salir solo es posible en el sosiego de la casa, cuando no tenemos miedo a la oscuridad que no nos puede volver a tocar, porque hemos comprendido que la libertad no puede ser domada, ni la paz del corazón robada. Para lograrlo, hay que asirse a lo que realmente cuenta, a lo que fundamenta nuestras convicciones más profundas y da sentido a nuestra humanidad.
“A oscuras y segura, / por la secreta escala, disfrazada, / ¡oh dichosa ventura! / a oscuras y en celada, / estando ya mi casa sosegada”. Sí, enfrentar las noches de espanto solo es posible cuando llegamos a la seguridad que no es notada por aquellos que quieren destruir nuestra sed de una tierra nueva. Se trata de un proceso de ascensión del espíritu, como una escala secreta, porque es íntima e irrepetible, que nos permite experimentar un encuentro, un sentido nuevo, una amistad, un sueño compartido en la clandestinidad, pero que ofrece nuevos bríos y coraje.
Sí, entonces, se sale a la noche poblada de peligros sin ser notado, porque, ¿quién espera que los derrotados se levanten de sus tumbas hechas por manos cobardes? Nadie, como nadie esperaba aquella noche del “paso de Dios por Egipto”, cuando, en medio de la muerte producida por el imperio que destruía a sus propios hijos en la arrogancia del poder, un pueblo de esclavos celebraba su liberación.
Así, salió Israel, deprisa, a encontrar el futuro de su libertad. Así, la salida furtiva en la noche acecha al enemigo que la produjo y que se sentía protegido por sus sombras.
“En la noche dichosa, / en secreto, que nadie me veía, / ni yo miraba cosa, / sin otra luz y guía / sino la que en el corazón ardía”. Claro está, salir en la noche no significa que exista certeza de lo que se va a encontrar. Estar en tinieblas no es el clarear del día, ni la realización de las más ilusionadas utopías. La noche no deja de ser un momento sin horizonte cierto.
Así, en medio de nuestras noches oscuras, en el fondo, reconocemos nuestra insuficiencia, nuestras limitaciones más radicales y nuestras pobrezas irremediables. Así como inmersos en la crisis que supone la noche nadie tiene las cosas claras ni los caminos ciertos, el no perder la esperanza nos permite descubrir el fuego interior de nuestra pasión por vivir y por construir humanidad. Ninguna noche nos puede arrebatar ese profundo deseo.
El místico carmelita descubre en su noche llena de deseos por Dios un camino para volver a encontrarse con Él. Se trata de reconocer esa luz interior de la libertad que nos sirve de guía y que nos empuja a enfrentar la adversidad. Así como el Espíritu empujó a Jesús para ser puesto a prueba por Satanás en medio de las privaciones del desierto de la existencia: la tierra árida de las oposiciones y de las adversidades que encontrará en su empeño por compartir con otros la posibilidad de seguir caminando y no dejarse destruir por las fuerzas que enajenan, paralizan y enceguecen.
“Aquesta me guiaba / más cierto que la luz del mediodía a donde me esperaba / quien yo bien me sabía, / en parte donde nadie parecía”: para san Juan de la Cruz, Dios se encuentra donde nadie parece verlo, donde nosotros mismos no lo esperaríamos. En esa noche tenebrosa se teje el marco de una atmósfera furtiva que traerá consigo un nuevo aliento para el futuro.
La noche oscura se convierte en el poema en el ámbito de un encuentro amoroso, donde se experimenta consuelo y alivio, aun cuando las tinieblas de los horrores humanos arropan ese momento de profunda intimidad. Se trata de la cumbre del descubrimiento de la humildad de lo divino, de la simplicidad de la gracia y de la generosidad de la bondad que no nos abandona. Un momento de solaz se experimenta para olvidar el pesar y la angustia, y dejarse arrebatar por el incendio que se genera en el alma, que sabe esperar el momento justo cuando los corazones se entrelazan en un único abrazo sin que haya distracciones o sorpresas indeseadas.
Todos los sentidos suspendidos, solo el amor y las caricias en el interior del alma ocupan el protagonismo de la más arrebatadora emoción.
“Quedeme y olvideme, / el rostro recliné sobre el Amado; / cesó todo, y dejeme, / dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado”. Así, en medio de la noche, como el discípulo en la cena nocturna de despedida de Jesús, el desesperado por el amor reclina su rostro sobre la paz que hace olvidar los afanes y las heridas causadas por las luchas. Para san Juan de la Cruz, en ese momento de tregua del infierno oscuro, la profunda intimidad con el fuego que arde en el alma nos hace respirar en paz, cesando todo temor y preocupación por la propia supervivencia.
Lo más bello del poema es que todo se desarrolla en la noche, sin que aparezca el brillo de la aurora. Pero ¿no es que la noche siempre es crisis y desazón? ¿No es que el mundo todavía parece un lugar hostil y desolado? No hay duda de que estamos delante de una gran paradoja: es posible encontrar la paz donde todavía se libra la guerra, donde las fuerzas del mal parecen dominarlo todo. Y la razón es que el fuego sigue ardiendo en los huesos, como dice Jeremías en una de sus lamentaciones: “Y me dije: no me acordaré de él, no hablaré más en su nombre. Pero la sentía (la palabra) dentro como fuego ardiente encerrado en los huesos: hacía esfuerzos por contenerla y no podía” (Jer 20,9). Sí, el fuego de la radical pasión por el bien, por lo justo y verdadero no puede ser apagado.
“¡Oh dichosa ventura!”, repite incesante san Juan de la Cruz. “¡Oh noche amable más que la alborada! / ¡Oh noche que juntaste Amado con amada / amada en el Amado transformada!”: sin la crisis de la noche, no hay espacio para la verdadera intimidad con aquello que constituye el núcleo esencial de una humanidad donada y entregada para beneficio de todos. Es en la noche cuando nos encontramos desnudos ante el misterio de la existencia, para redescubrir las posibilidades que tenemos.
Aunque parezca insignificante, ese amor fulgurante, que es posible experimentar en lo profundo, nos permite ver que el pequeño bien que tenemos puede ser el fuego que comience a incendiar el mundo con una nueva esperanza.
El autor es franciscano conventual.