Si hay algo que nos une como seres humanos es el hecho de que algún día, tarde o temprano, vamos a morir. Y a pesar de la universalidad de este hecho, hablar sobre el tema resulta a veces incómodo.
Cuando era niño, la muerte me generaba ansiedad. Era un concepto tan enorme que mi pequeña cabeza no podía comprenderlo. Recuerdo la primera vez que entré en contacto con ella. Era una mañana de escuela, oscura, y como otros días, mi madre se dispuso a despertarme. Sin embargo, ese día me dijo algo muy distinto. Se acercó a mi oído y me susurró tiernamente: “Don Douglas se murió”.
Don Douglas, el panadero del barrio, era muy bueno y querido. Murió en un accidente de tránsito luego de bajarse de un bus de La Aurora por el antiguo hotel Irazú. Las palabras de mamá tenían un tono particular, de una compasión enorme, quizá porque justamente era consciente de que ese momento representaba mi primer contacto directo con ella, la muerte. Me invadió una tristeza que nunca había sentido, no sé si lloré o no, pero sí recuerdo que, aunque no entendía con claridad la magnitud de lo que sentía, percibí mi tristeza como un río sanador y cristalino que me atravesaba.
Ya en mi adolescencia, la muerte no estuvo tan presente. Vivía de la nostalgia de estar enamorado de mi mejor amiga y de las alegrías de los partidos de fútbol en la calle 86 del barrio El Jardín –partidos interrumpidos por los tráileres de la Pepsi que cruzaban nuestra cancha imaginaria–. Al enfrentarme a otras muertes, como las de mis abuelos paternos, aprendí con habilidad a huir de las velas y los entierros para evitar la tristeza y esconderla en el fondo de mi corazón
Al estudiar Medicina, la muerte adquirió un tono más oscuro. Era mi enemiga y sinónimo de vergüenza. La muerte representa una derrota en nuestro gremio. Pero, poco a poco, el destino me fue llevando hacia los caminos de los cuidados paliativos. Fue allí donde empecé mi rutina cotidiana de compartir asiento con ella. Mientras recorremos juntos los senderos finales de la vida de mis pacientes, he podido vencer el miedo que su presencia me generaba para descubrir su bondadosa sonrisa escondida en el manto que cubre su rostro. Mis 20 años en los cuidados paliativos me han dado una enseñanza de vida invaluable que solamente puedo ver con gratitud.
Con esta experiencia acumulada, tuve que enfrentar la muerte de mi abuelo materno. Fue una situación muy demandante. Sesiones de familia, toma de decisiones difíciles, dudas, miedos y el peso de llevar ese frágil barco a un buen puerto bajo la mirada angustiada de mi familia. Y aún hoy puedo decir que no he procesado realmente esa vivencia.

El 24 de diciembre reciente murió mi padre. Era algo esperado luego de un largo transitar por los ríos de la demencia que terminaron trasformando ingratamente a un ser de sonrisa honesta. Su deterioro físico acelerado, que pocas veces vi en los pacientes que había atendido, fue impactante. Sin embargo, lo que más me dolía era verlo a él, una persona inteligente y agradable, con un verbo fuerte, gracioso y rebelde, no poder pronunciar una sola idea que tuviera algo de sentido.
Al final, la muerte apagó la luz de sus ojos que yo creía inagotable. Y a pesar de la tristeza de esos días, debo reconocer que el proceso que como familia tuvimos me dejó grandísimas enseñanzas. Me ayudó a sanar las heridas y enmendar los errores. Nunca me sentí más cerca de papá que en esos días. Aproveché cada segundo para conectar con su esencia.
A partir de aquel momento, doy gracias a la muerte cada vez que se hace presente, pues me recuerda que aún estoy vivo. Puedo decir muchas veces “te amo” a mis seres queridos y lograr abrazar sus cuerpos llenos de vida. Puedo atesorar los instantes que me regalan, pues sé que serán mi consuelo al traspasar el umbral de mi propia partida.
La muerte es, definitivamente, el momento cumbre de la vida del ser humano. Todo lo que hemos hecho, para bien o para mal, confluye en ese instante. Al acercarse, prepara el escenario para poder transmitir amor de la forma más intensa. Las herramientas más valiosas para acompañar al final de la vida no se obtienen del estudio de la medicina. Yo sé que ofrezco más alivio a través de una mirada honesta y la simple presencia. El abrazo sincero, sin que medie palabra, es un bálsamo mayor que cualquier medicamento. Cada gesto, sonrisa y palabra adquieren una dimensión superlativa. La muerte tiene el poder de unirnos como seres humanos, permite sanar heridas profundas y relaciones fracturadas.
Es al final de la vida cuando podemos conectar con los otros de la forma más profunda por medio de la palabra, de un beso o un abrazo. Un simple “te quiero” ofrece un enorme consuelo. La acción más importante en esta etapa es simplemente estar, con amor y presencia, dejando salir de nuestro corazón lo mejor que tenemos como seres humanos: esa luz compasiva que nos habita y nos mueve a realizar las obras más nobles, las que realmente valen la pena. Si no, ¿para qué entonces se nos dio el don maravilloso de la vida?
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José Ernesto Picado Ovares es médico geriatra paliativista.

