Los imperios no caen nunca en silencio y las superpotencias derrotadas siempre desarrollan aspiraciones revanchistas. Así fue en el caso de Alemania tras la Primera Guerra Mundial: un humillante tratado de paz y la entrega de antiguos territorios alemanes a sus vecinos más débiles ayudaron a sentar los cimientos de las terribles aventuras revisionistas de la Segunda Guerra Mundial. Y también es el caso de la Rusia actual.
En el 2005, el presidente ruso, Vladímir Putin, calificó el colapso de la Unión Soviética como “la mayor catástrofe geopolítica del siglo veinte”. En consecuencia, con el pretexto de proteger a las minorías étnicas rusas fuera de sus fronteras, está intentando revertir la situación.
En último término, Putin desea volver al orden posterior a la Segunda Guerra Mundial, en un nuevo acuerdo al estilo de Yalta que consagre la recuperación del área de influencia de la Unión Soviética.
Desde su punto de vista, esto es esencial para un “desarrollo pacífico”. A través de su heroica victoria sobre el fascismo —que Occidente intenta disminuir con su “revisionismo histórico”—, Rusia se ganó un lugar en los niveles más altos de la jerarquía del poder mundial.
Por supuesto que, en la práctica, ya mantiene una esfera de influencia, por ejemplo, al sostener conflictos “congelados” en las anteriores repúblicas soviéticas, desde el choque entre Armenia y Azerbaiyán por la zona de Nagorno Karabaj hasta la disputa sobre Transnistria, región secesionista no reconocida de Moldavia.
Además, Rusia interviene para ayudar a gobiernos afines al Kremlin, como en Bielorrusia y Kazajistán, a acallar el disenso interno y ha llevado a la mayoría de las antiguas repúblicas soviéticas a la Unión Económica Eurasiática y a la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, bajo el cual mantiene bases militares en Armenia y Kirguistán.
Tayikistán también alberga bases militares rusas, así como Abjasia y Osetia del Sur, regiones secesionistas de Georgia que Rusia reconoció como Estados soberanos independientes después de su invasión del 2008, que en la práctica puso fin a la apuesta de Georgia por ser miembro de la OTAN.
Componente histórico y emocional
Pero una parte preciada de la esfera de influencia rusa puede estar escapándosele de las manos. El enfrentamiento entre Rusia y Occidente por Ucrania refleja el tamaño y el valor estratégico del país. Y hay también un componente histórico y emocional en el compromiso de Putin de mantener a Ucrania dentro del redil ruso.
Como dijo a una entusiasmada multitud tras la anexión de Crimea en el 2014, Ucrania representa el reino cristiano ortodoxo de Rus, la base de la civilización rusa. Crimea “siempre ha sido una parte integral de los afectos y pensamientos de la gente”, señaló, y Kiev, capital de Ucrania, es “la madre de las ciudades rusas”. Más recientemente, ha repetido una y otra vez que “Ucrania no es siquiera un país”; la “mayor parte” de su territorio “nos fue entregada”.
No es importante si la versión que tiene Putin de la historia es precisa o no. No hay país que no reinvente su pasado para servir a las necesidades del presente. Lo que importa es su compromiso con las metas que está intentando lograr, y el contexto en que lo hace.
Claramente, está dispuesto a muchas cosas para evitar que Ucrania se una a la OTAN. Lo que tal vez no haya tenido en cuenta, sin embargo, es que para Estados Unidos lo que está en juego también es mucho, pues su reputación global se ha visto gravemente socavada con la caótica retirada de Afganistán y la toma del país por los talibanes.
Si se permite que Rusia incumpla el Memorando de Budapest de 1994 (el cual firmó como país) que garantiza a Ucrania su integridad territorial, el sistema de seguridad europeo quedaría muy afectado y se daría un golpe mortal a la reputación global estadounidense. ¿Por qué deberían Corea del Sur, Taiwán o Japón confiar en las garantías de seguridad de EE. UU. contra las intenciones de China en el este asiático? ¿Por qué Irán tendría que firmar un nuevo acuerdo nuclear con EE. UU.?
Consecuencias duraderas
Si bien el presidente estadounidense, Joe Biden, ha descartado una intervención militar directa, una invasión total —o incluso una “menor”, dirigida, digamos, a crear un corredor territorial entre Rusia y Crimea mediante la anexión de tierras de Ucrania del este—, bien podría generar una resuelta respuesta estadounidense.
Incluso si no lo hiciera, y Rusia se las arreglara para derrotar al ejército ucraniano —el tercero más grande de Europa—, no sería fácil pacificar el país. La invasión a Ucrania podría resultarle a Rusia tan perjudicial hoy como fue para la Unión Soviética la invasión a Afganistán en la década de los ochenta.
Es posible que ahora Putin se haya dado cuenta de esto y, en consecuencia, tal vez vea con buena cara una solución diplomática para la crisis que ha creado. Pero, en todo caso, el enfrentamiento tendrá consecuencias duraderas.
Después de todo, Putin ya ha mostrado que Rusia es una potencia revisionista capaz de incumplir los acuerdos de seguridad creados por Europa tras el fin de la Guerra Fría.
En particular, la crisis ha puesto al descubierto las divisiones en la alianza transatlántica. Afectada por una “doble adicción” a las garantías de seguridad estadounidenses y al gas ruso, y perseguida por los fantasmas de su historia, Alemania ha evitado comprometerse con una respuesta de la OTAN.
De hecho, la mayoría de los países europeos no estuvieron de acuerdo con las sanciones impuestas a Rusia tras la anexión de Crimea, y todavía no lo están con EE. UU. sobre qué debería generar nuevas sanciones. Ninguno de los aliados europeos de EE. UU. está ansioso de que Ucrania se una a la OTAN, ni ahora ni en un futuro previsible.
El engaño
El origen del resentimiento ruso hacia la ampliación de la OTAN se remonta a febrero de 1990, cuando el entonces secretario de Estado estadounidense James Baker aseguró al líder soviético Mijaíl Gorbachov que la OTAN no crecería “ni un centímetro hacia el este”.
En setiembre de ese año, como parte del Acuerdo Dos Más Cuatro que hizo posible la reunificación alemana, los soviéticos consintieron solo que Alemania se sumara a la OTAN. Robert Gates, nombrado director de la CIA al año siguiente, admitió que los rusos fueron “engañados”.
Como resultado, mientras Leningrado quedaba a 1.931 kilómetros del borde oriental de la OTAN a finales de la Guerra Fría, San Petersburgo está hoy a menos de 160 kilómetros.
Cuando termine el enfrentamiento actual, Estados Unidos haría bien en reconsiderar sus planes de ampliación de la OTAN. Como George Kennan, el arquitecto de la estrategia de “contención” estadounidense en la Guerra Fría predijo en 1997, la expansión de la OTAN hacia el este inflamaba las tendencias “nacionalistas, antioccidentales y militaristas” de Rusia, restablecía “la atmósfera de las relaciones entre este y oeste de la Guerra Fría” e impulsaba “la política exterior rusa en direcciones que claramente no son de la preferencia de Occidente”.
Esto, creía, podía acabar siendo “el mayor error de la política estadounidense de todo el período pos Guerra Fría”.
Estados Unidos debe tomarse a Rusia más en serio. Reducirla a una “potencia regional”, como hizo Barack Obama, es peligrosamente contraproducente. Con todas sus debilidades, Rusia es una potencia que hay que reconocer, y se deben respetar sus legítimas preocupaciones.
Shlomo Ben Ami, exministro de Exteriores de Israel, es historiador.
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