
La televisión nació para reunirnos alrededor de una misma imagen. Durante décadas fue el espejo donde el país se reconocía, discutía y soñaba.
Hoy, en tiempos de pantallas personales, de streaming infinito y de atención fragmentada, su función más urgente podría ser otra: recordarnos que todavía existe algo común que mirar.
Cada 21 de noviembre, Naciones Unidas celebra el Día Mundial de la Televisión. Más que una fecha nostálgica, es una invitación a detenernos un momento y preguntarnos qué papel cumple hoy la televisión en nuestra vida colectiva, y cuánto hemos cambiado nosotros como público.
Sus orígenes
La televisión costarricense nació del impulso de René Picado Esquivel, quien creyó que el país debía contarse a sí mismo con su propia voz e imagen. Aquella visión, más cultural que técnica, se convirtió en una forma de identidad compartida: vernos y entendernos como comunidad.
Décadas después, ese legado sería sostenido por mujeres. Doña Olga Cozza de Picado y doña Roxie Blen de Sotela asumieron las riendas de las dos televisoras más importantes del país, canal 7 y canal 6, tras la muerte de sus esposos. Lo hicieron en una época en que ser mujer y dirigir una empresa mediática era un acto de resistencia silenciosa. También, familias como los Vargas, con Multivisión Canal 4, apostaron por la producción nacional y la diversidad de formatos.
Esa televisión, forjada por idealismo y persistencia, fue durante años el espacio donde Costa Rica se miraba y se discutía a sí misma. Fue el escenario donde generaciones enteras aprendieron a reír con Rodrigo Sánchez y Carlos Alberto Patiño, a cocinar con Tía Florita, a emocionarse con los goles narrados por Pilo Obando, a acompañar a Carmencita Granados y Santiago Ferrando en los grandes programas de entretenimiento, a escuchar a Rodrigo Fournier o a don Abel Pacheco explicar el país con profundidad y humor.
Eran rostros distintos, pero todos cumplían la misma función: hacernos sentir parte de una conversación compartida.
Durante años, bastaba con encender el televisor para coincidir con el país.
Hoy, cada quien lleva su pantalla en el bolsillo y mira su propio país desde una red distinta. TikTok nos da segundos de intensidad; YouTube, minutos de evasión; Netflix, horas de desconexión. La conversación pública ya no ocurre en un solo lugar: está dispersa, atomizada, casi imposible de sostener.
Paradójicamente, la televisión –tan criticada por concentrar la mirada– podría tener ahora la oportunidad de hacer justo lo contrario: devolvernos un punto de encuentro.
En una época donde todo se fragmenta, quizá su poder radique no en competir por atención, sino en ofrecer contexto; no en hablar más alto, sino en escuchar mejor.
No se trata de idealizar los noticieros de antaño ni de negar la vitalidad de las nuevas plataformas.
Se trata de imaginar una televisión que vuelva a unir sin uniformar, que informe sin dividir, que acompañe sin adoctrinar. Una televisión que entienda que su fuerza no está en repetir lo que fuimos, sino en reinventar cómo queremos mirarnos.
Porque si cada quien vive encerrado en su propio algoritmo, el país corre el riesgo de romperse en mil relatos que nunca se cruzan. Y cuando eso ocurre, ya no hay un país que conversa, sino miles de voces que hablan solas.
La televisión atraviesa un momento crucial. Las decisiones sobre su futuro –quién podrá emitir, con qué condiciones y para qué propósito– no son solo asuntos técnicos ni comerciales. Definir quién tiene acceso al espectro es, en el fondo, decidir quién podrá seguir hablando en nombre del país.
Si el Estado pretende modernizar el sistema –cosa que todos celebramos–, también debe cuidar de no cerrar las puertas a quienes han sostenido, por décadas, la voz local y el relato común. La televisión no puede ser un lujo reservado a los grandes capitales, de eso no hay duda; debe seguir siendo un espacio donde el país pueda observarse con dignidad y diversidad.
La libertad de expresión no se agota en poder hablar; también implica saber escuchar.
Y la televisión, con todo lo que ha cambiado, sigue siendo uno de los pocos lugares donde todavía podemos hacerlo al mismo tiempo: mirar, oír y pensar en conjunto.
La era digital nos ofrece acceso, pero no siempre nos ofrece encuentro. Nos muestra más imágenes que nunca, pero cada vez menos en común. Tal vez ahí esté el desafío y también la oportunidad: usar la televisión no para imponer una narrativa, sino para tejer de nuevo la conversación nacional.
Porque lo que el país vea ahí –dignidad o burla, respeto o desprecio– no será culpa del formato, sino del tipo de diálogo que decidamos sostener.
El poder de una pantalla no está en su tecnología, sino en la voluntad de seguir mirándonos sin miedo.
La televisión ya no es el espejo del país, pero puede seguir siendo su último lugar común. Y en una época que celebra lo efímero y lo individual, eso es más revolucionario de lo que parece.
antonio@sicnetcr.com
Antonio Jiménez es periodista especializado en investigación, contenido multiplataforma y medios digitales.