La “soleá” es una música visceral propia del sur de España, una zona de tierras resecas alfombrada por olivares infinitos. Siempre me ha parecido que solo podía nacer en (y hacerse expresión de) una región torturada por una rica historia, antigua y violenta. Hija del sentir popular, de los perseguidos y ninguneados, es tan lejana al depurado y preciso vals vienés como lo puede estar la Luna de la Tierra. Y no lo digo solo en términos musicales, sino en orígenes sociales: uno, nacido en los salones de la “buena sociedad”; el otro, en cuchitriles de mala muerte. En eso, la verdad, se asemeja a otros ritmos populares de expresión fuerte como el tango del arrabal del Río de la Plata.
Los entendidos dicen que es uno de los “palos” o formas fundamentales del flamenco, un estilo musical heredero de la mezcla cultural de moros, gitanos, judíos y cristianos propia de esa región del Mediterráneo. Se llama soleá porque sus letras, por lo general versos cortos y precisos, hablan de desgracias y decepciones personalísimas. Confieso que nunca entiendo lo que dicen los “cantaores”, porque sus palabras libran batallas con el batir de palmas, los requiebros, quejidos, toque de cajones y guitarras y, sobre todo, con bailaores y bailaoras que irrumpen pasionalmente a escena cuando el “duende” se apodera del lugar.
La verdad es que no me importa no entenderlas. Lo que me seduce es la manera como esa música remueve mis emociones, que brotan desde fondos que ni siquiera conozco. Luego, en calma, leo letras como esta: “Quisiera por ocasiones/ estar loco y no sentir / que el ser loco quita penas / penas que no tienen fin”.
Y es que las pasiones están íntimamente maridadas con la violencia. Es un ni modo, propio de la antropología humana. El flamenco retrata (como en todo el Mediterráneo, según atestiguan los ritmos salvajes del Magreb o la música de los Balcanes), lo que Serrat canta: “Que en la piel tengo el sabor amargo del llanto eterno/ Que han vertido en ti cien pueblos de Algeciras a Estambul”.
Me seduce el flamenco, como pueden apreciar, pero, por razones que no son pasionales, abrazo la voz suave y melodiosa de los calipsos de Ferguson. Incluso los ritmos un tanto anodinos, a mi entender, de nuestro folclor. Y esas razones tienen que ver con que son expresiones de una tierra de paz. Y eso me aquerencia a ellas, suave y delicadamente, y me niego a soltarlas.
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Jorge Vargas Cullell es sociólogo.