La paz es un jardín. El más bello que sea dable concebir. El único hábitat en que el ser humano puede consumar la gran aventura del vivir. Pero ese jardín está siempre bajo amenaza.
La paz no se renueva de oficio. Necesitamos todo un cuerpo colegiado de jardineros que se encarguen, a tiempo completo, de erradicar las malas hierbas, la cizaña, la mandrágora, los cactus, el charral que siempre propenderá a expandirse y ocupar los espacios aledaños. Necesitamos jardineros que trabajen para el mundo, para la sana convivencia entre los seres humanos.
Deben proteger el jardín, ponerle una valla, siguiendo el ejemplo de El principito de Saint-Exupéry, aislar y cuidar a las más bellas flores, irrigarlo, pastorearlo permanentemente. La paz nunca debe tomarse for granted. La acechan enemigos poderosísimos, psicópatas sedientos de poder, ideologías perversas, la voracidad económica propia del ser humano, la codicia, la ambición, la tendencia expansionista de los imperios, que buscarán siempre —tal es su naturaleza— invadir y anexar a sus vecinos.
Es el concepto que Nietzsche llamaba Lebensraum, esto es, espacio vital. Lo propio de los imperios o de las grandes naciones militarizadas es su inherente tendencia expansionista. Una descomunal secuoya, de 80 metros de alto y un diámetro de 7 metros, propenderá, naturalmente, a echar raíces tan lejos y tan profundamente en la tierra como le sea posible.
Procurará establecer un Lebensraum tan vasto como le sea permitido. Es una ley de natura: todo ser viviente tenderá a ejercer un máximo de su poder en cada momento dado. ¿Qué frena a estos monstruos de cubrir la totalidad del planeta, tal los baobabs del planeta de El principito? Los frena justamente la adyacencia, la contigüidad de otros monstruos comparables, que le imponen un límite: «Hasta aquí llega usted, y a partir de este punto comienzo yo». Es una paz precaria, mantenida a punta de equilibrio de fuerzas.
Como hermanos. Tal no es la paz que los seres humanos buscamos. La nuestra debería ser un subproducto del amor, y de ese mandamiento de la Revolución francesa que tan irresponsablemente hemos descuidado: la fraternidad. Sí, el imperativo ético consistente en asumirnos unos a otros como hermanos.
Esto tornaría obsoletas nociones como solidaridad, compasión o generosidad. ¡Uno no corre al auxilio de un hermano empuñando estos valores! ¡Lo hace por amor, porque eso es lo menos que se puede hacer por un hermano, y nadie, por socorrer a un hermano, va a reclamar para sí ningún galardón cívico, ni aspirar a la medalla madre Teresa de Calcuta! Es un deber, sí, pero un deber dictado por el amor.
No me tomen por lírico o romántico (por cierto, recordemos que ninguno de estos vocablos es una mala palabra). ¿He de considerarme un iluso por creer en el amor entre los seres humanos? Pues si lo soy, permítanme decirles que prefiero mil veces vivir como tal antes que ser un cínico, un escéptico, un pesimista o un desencantado.
El mundo necesita nuevos visionarios, nuevos soñadores, nuevos utopistas. Estamos cansados de distopías: Huxley, Orwell, Verne, Bradbury, Vonnegut. El ser humano necesita desesperadamente las utopías. Muchos preguntarán de qué sirven las utopías, puesto que por su naturaleza misma son inalcanzables. En efecto, cuanto más nos acercamos a una utopía, más retrocede esta, porque la utopía se confunde con la línea del horizonte. Pero las utopías nos sirven para caminar, y hacerlo en la buena dirección. Las utopías nos sacan del inmovilismo y la parálisis.
El sabio de Königsberg, el gran Immanuel Kant, propuso en su texto Pax perpetua una tesis que merece consideración. Está íntimamente ligada al concepto de democracia. Puesto que en una democracia el poder lo detenta el pueblo, y puesto que ningún pueblo quiere inmolarse en un campo de batalla y morir entre montañas de cadáveres, es inevitable que, a largo plazo, la paz reine entre los pueblos.
Es el producto de poner el poder en manos del pueblo. Ningún pueblo es inherentemente suicida o masoquista, siempre rechazará la noción de guerra. Pero para que esto suceda, necesitamos establecer la democracia por doquier en el planeta. La historia nos demuestra que casi todas las guerras de la historia moderna han sido libradas por regímenes totalitarios contra democracias, o por regímenes totalitarios contra otros regímenes totalitarios (el caso clásico lo constituiría la Segunda Guerra Mundial: dos temibles dictadores, Stalin —del lado del proyecto de hipercolectivización socialista— y Hitler —la gran reacción conservadora contra esta tendencia—).
Fue, en esencia, una guerra de ideologías. ¡La más egregia ideología no vale lo que una molécula de vida, lo que la integridad psicofísica de un hombre! Las ideologías son ensamblajes de palabras, se las lleva el viento. A un hombre, en cambio, le toma unos 50 años convertirse en un verdadero ser humano, capaz de generosidad, de madurez, de lucidez, de auténtico amor, ¡y una bomba es capaz de destruir esa prodigiosa estatua fraguada por el tiempo con el cincel del dolor en cuestión de nanosegundos! ¡Ah, amigos, que desproporción injusta, entre el acto de creación y el de destrucción!
Doble batalla. Aunque hay algunas excepciones, es cierto que las democracias rara vez apuestan por la guerra. La guerra es el recurso típico de los regímenes dictatoriales de pretensiones expansionistas. Así, pues, la lucha por la paz depende de la lucha por la democracia. No tendremos una sin la otra. Debemos librar una doble batalla. Los dictadores expansionistas le han hecho más daño al mundo que todas las pandemias de la historia puestas juntas.
La historia nos ha demostrado que la guerra no es la solución a los problemas de la convivencia humana. Las guerras napoleónicas engendraron la guerra franco-prusiana de 1871, esta engendró la Primera Guerra Mundial, que a su vez engendró la Segunda Guerra Mundial, que por su parte engendró la Guerra Fría, que engendró la guerra de Vietnam, que engendró la guerra en Afganistán, que engendró la insidiosa guerra latente que hoy enfrente al mundo árabe contra Occidente.
La historia del mundo es la genealogía universal de las guerras que hemos desatado. Un macabro génesis, en el que cada conflicto promete ser el último, pero no hace sino heredar los viejos odios a las nuevas generaciones… hasta que estas vuelven a tomar el relevo generacional, a pasarse de mano en mano la sulfúrea antorcha de la violencia. Si la guerra fuese «una solución para la guerra», ya no tendríamos guerras, todo habría acabado con el asesinato de Abel por Caín. La existencia de la guerra, aún y siempre, es la prueba de su ineficacia como gestión pacífica, como opción para crear una comunidad mundial realmente fraternal.
Hemos de cuidar celosamente la paz. No desatenderla, ni siquiera por un minuto, las malas hierbas acechan por doquier. Aún más, creo que la paz no es un lugar al que se llega, sino que, como las utopías, es una ruta que debemos seguir, una especie de tierra prometida o de El Dorado que debemos buscar, aun cuando sepamos que nunca llegaremos a él.
La paz no es un puerto, es la travesía, es tránsito, es el gozo de «ir llegando», no de atracar y arrojar las anclas. La paz es un sendero y un viaje que nunca acaba. Es lo propio de todas las bellas cosas del mundo: el amor, la hermosura, la justicia, la virtud. No es un punto de llegada, sino un litoral lejano; debemos bogar siempre hacia él. No hay otra solución para el problema de la convivencia humana sobre el planeta.
El autor es pianista y escritor.