
Cada año, el mundo se reúne en la COP para revisar los signos vitales del planeta. Es, en teoría, nuestro chequeo médico global: un espacio para diagnosticar, medir, prevenir. Pero seguimos llegando a estas citas como pacientes que insisten en minimizar sus síntomas. Frente a evidencias de fiebre, inflamación y tejidos en colapso, olas de calor, incendios, pérdida de bosques, insistimos en pedir más tiempo, más estudios, más excusas.
A veces me pregunto por qué entendemos tan bien las enfermedades del cuerpo pero tan poco las del planeta. Cuando un órgano falla, cuando una célula se comporta de forma anómala o cuando aparece una señal mínima de alarma, reaccionamos con urgencia. Nadie esperaría a que un cáncer haga metástasis para buscar ayuda. Nadie diría: “esperemos un poco más a ver si la fiebre se le pasa sola”, mientras la infección se expande. En el cuerpo humano, la prevención es sentido común: chequeos médicos, análisis tempranos, un estilo de vida que evite riesgos. ¿Por qué no hacemos lo mismo con nuestro hogar, la Tierra?
Porque si el planeta fuera un cuerpo, nosotros seríamos las células que lo componen. Pero en lugar de comportarnos como parte de un organismo complejo y cooperativo, hemos empezado a actuar como células cancerígenas: expandiéndonos sin control, consumiendo más recursos de los que el sistema puede reponer, destruyendo tejidos vitales, interrumpiendo los flujos que mantienen el equilibrio. Una célula cancerosa no “odia” el cuerpo que la sostiene; simplemente deja de reconocer que forma parte de él. Actúa como si su supervivencia individual fuera más importante que la supervivencia del todo. Y así colapsa su hogar… y se destruye a sí misma en el proceso.
Eso es exactamente lo que estamos haciendo con el planeta.
Deforestamos como si los bosques fueran un lujo y no los pulmones que nos permiten respirar. Contaminamos los ríos como si no fueran el sistema circulatorio que distribuye vida. Calentamos la atmósfera como si no fuera la capa que regula nuestra temperatura interna. Extinguimos especies como si los ecosistemas pudieran funcionar igual sin ellas, ignorando que cada una ocupa un lugar tan específico como las bacterias benéficas que sostienen nuestra propia salud.
La ciencia lleva décadas mostrando que estamos acercándonos a puntos de quiebre, los llamados tipping points, similares a los que enfrenta un cuerpo cuando una enfermedad ya no permite volver al estado anterior. Y, sin embargo, actuamos como pacientes que prefieren negar los síntomas antes que cambiar hábitos. Esperamos a que el dolor sea insoportable para reaccionar. Buscamos “curas milagrosas” mientras seguimos alimentando la enfermedad.
La pregunta es incómoda pero inevitable: ¿por qué tratamos un cáncer humano con urgencia, recursos y movilización total, pero no tratamos con la misma urgencia el colapso climático y ecológico que amenaza a toda nuestra especie?
Quizás porque nos cuesta aceptar que el planeta no es un escenario externo, sino nuestro propio cuerpo extendido. Que la fiebre no es una metáfora: el planeta ya está más de 1,2 °C más caliente. Que la inflamación no es una imagen literaria: los incendios, las olas de calor, las sequías son reacciones defensivas de un sistema saturado. Y que la pérdida acelerada de biodiversidad no es una estadística abstracta: es el equivalente a perder funciones vitales, una tras otra.
Pero así como un cuerpo enfermo puede sanar, la Tierra también puede hacerlo. Nuestro planeta tiene una capacidad extraordinaria de regeneración… si dejamos de atacar sus tejidos. Existen medidas preventivas que ya conocemos: proteger los ecosistemas que amortiguan el calentamiento, reducir emisiones con velocidad real, transformar la forma en que producimos y consumimos, restaurar las áreas que degradamos, respetar los límites que permiten mantener el equilibrio.
El cuerpo humano nos ha dado todas las lecciones que necesitamos: la prevención siempre es más eficaz que la cura, el equilibrio siempre es mejor que el exceso, y la cooperación siempre fortalece más que la guerra interna.
La COP debería ser el espacio donde dejamos de alimentar la enfermedad y empezamos a curarla. Pero muchas veces parece más una sala de espera que un quirófano. Se discute, se negocia, se modera el lenguaje… mientras la enfermedad avanza. Ningún médico dejaría que un cáncer creciera por falta de consenso entre órganos. ¿Por qué sí lo permitimos con el planeta?
Nuestro futuro depende de que dejemos de actuar como células independientes y autodestructivas y empecemos a comportarnos como el sistema vivo al que pertenecemos.
aimee_lb@yahoo.com
Aimée Leslie es gestora ambiental y doctora en transiciones hacia la sostenibilidad.
