
Un fantasma recorre Occidente: el fantasma de la involución. Desde la caída del muro de Berlín hasta la pandemia de covid-19, una serie de eventos han espoleado el resurgimiento de ideologías que pretenden devolvernos a los tiempos en que las sociedades eran gobernadas por la tradición, por ciertos estamentos o por el mero ejercicio del dominio.
Esto ha ido acompañado de una desmovilización de las fuerzas del trabajo, una adaptación de las ofertas políticas al sistema, una erosión sostenida de las fuerzas de cohesión comunitarias, un deterioro significativo en las condiciones de vida de capas medias y pobres y un mensaje consistente: no hay problema con el sistema; el problema es usted.
Así, se han avivado las propuestas populistas de uno y otro lado del espectro ideológico, al igual que los intentos por erosionar los Estados de derecho bajo la consigna de la “eficracia”.
En este contexto, las izquierdas no han sabido responder adecuadamente, bien adormecidas por los cantos de sirena de la cogestión política; bien excitadas por infinitos y desclasados frentes de lucha; bien atenazadas por la nostalgia de la guerrilla guevarista: o bien instrumentalizadas por líderes mendaces que mal disfrazan el autoritarismo con tintes de “revolución”.
Cuando quienes nos reclamamos herederos de esta filiación política hacemos anamnesis, no podemos dejar de retrotraernos, siempre y paradójicamente, a 1789, y constatar que la dinámica que dio origen al término y a la corriente de “izquierda”, tiene ya casi dos siglos y medio de existencia, y el ideal expresado en ese entonces sigue sin terminar de materializarse y, más bien, corre el riesgo de perderse en el olvido. Y para que eso no suceda, la izquierda sigue siendo necesaria. Pero debe actualizar sus supuestos en al menos los siguientes cuatro aspectos medulares.
El capitalismo
El capitalismo no solo no ha evolucionado como lo predecía el historicismo marxista, sino que se ha mostrado mucho más versátil de lo que cualquiera podría imaginar en tiempos de Smith o de Marx. Como el mecanismo más eficaz conocido para asignar lo más eficientemente posible los siempre limitados recursos económicos de una sociedad, se ha acreditado como perfectamente capaz de crear riqueza en forma sostenida.
En siglo y medio, la izquierda ha sido incapaz de proponer, promover o materializar ningún otro sistema de producción de riqueza que pueda, ni de lejos, retar al capitalismo. En consecuencia, puede asumirse que ser “anticapitalista” está, cuando menos, pasado de moda.
Reconocido esto, tampoco puede olvidarse que el afán de lucro como motor de prosperidad tiene efectos individuales y colectivos indeseables, y que la mejor forma de evitar o contener esos efectos es la acción política, preferiblemente por la vía de la ley.
Acción política que se reclama también en amplios aspectos de la economía (desde las decisiones estratégicas que se plantea cada sociedad hasta la asignación de los recursos públicos), superada la ilusión infantil o el interesado mito ideológico del “libre mercado”.
No es en el ámbito de la producción de riqueza donde debe desgastarse la izquierda, sino en el de las decisiones colectivas que atañen a la habilitación de los medios de creación de riqueza, así como a una más adecuada y justa distribución de esa riqueza.
La democracia liberal
Sepultada la versión historicista del marxismo, que minusvaloraba la democracia liberal como algo “burgués” y “transitorio”, a la izquierda no le resta más que, en la tradición de su vertiente socialdemócrata, reconocer la democracia representativa como propia, como un triunfo y un activo populares.
La libre elección de gobernantes y el imperio de la ley hacen válido el principio de igualdad, al menos en los ámbitos del ejercicio del voto y del acceso a la administración de justicia. Y por muchas deficiencias que muestren los procesos que los instrumentalizan, una y otro siguen siendo infinitamente superiores a cualquier forma de democracia censitaria o cualquier régimen autoritario.
Así, la defensa a ultranza de la democracia es un imperativo moral y político de la izquierda contemporánea. Defensa sin ambages, acompañada de la denuncia y el combate de toda forma de autoritarismo, en especial aquellas que pretenden venderse como “de izquierdas”.
La izquierda debe entender que solo las democracias dan lugar a sociedades abiertas, en las que la libre discusión de ideas y las decisiones políticas en torno a su aplicación constituyen el motor esencial para el cambio, el progreso y el acceso a una vida mejor para todos y en todos los órdenes.
El Estado de derecho es la mejor salvaguarda de los intereses populares: la ley es el poder de los que no tenemos poder.
La importancia del Estado
La armonización de capitalismo y democracia requiere de un Estado de derecho. Pero un estado visto ya no, como en la tradición totalitaria, como un superciudadano, capaz de ordenar las necesidades de todos y planificar los recursos para su satisfacción, sino como un instrumento para la implementación de las decisiones colectivas respecto a la asignación de recursos.
El Estado no puede ser un fin en sí mismo (como lo pretende una veta de izquierda autoritaria aún vigente o las nuevas nomenklaturas), ni el summum bonum de la acción política, sino una condición necesaria mas no suficiente para poder tanto brindar a la ciudadanía los servicios que el mercado no puede (o debe) darles, cuanto para acotar los excesos y las externalidades negativas a los que da origen el afán de lucro de algunos actores.
El Estado debe transformarse en un instrumento ágil de solución de necesidades, desde las más básicas (la seguridad y el imperio de la ley), pasando por las más perentorias (salud, educación y empleo) hasta las más intangibles (ambientes sanos, productos inocuos...), dotándolo tanto de las herramientas más modernas como, sobre todo, de los procesos más eficientes en términos de estructura, gobernanza, contratación, etcétera.
La centralidad del trabajo
Una articulación política de estos tres supuestos de partida pasa por volver los ojos a la centralidad del trabajo en la vida de las personas. Ni las nuevas tecnologías, ni el espíritu emprendedor van a resolver, ni a corto ni a mediano plazo, las necesidades materiales de decenas de miles de personas, especialmente jóvenes, que no encuentran satisfacción ni en los viejos lemas de sus mayores ni en las modernas condenas de los influenciadores.
Se requiere no solo crear trabajo sino también un entorno en el que posibilidades de movilidad laboral propias de tiempos de acelerado cambio y alta incertidumbre puedan materializarse en el corto plazo. Se requieren entornos educativos más flexibles y políticas públicas de empleo y de promoción salarial acordes, que devuelvan al factor trabajo el valor del que, a diferencia del capital, este no ha sabido apropiarse adecuadamente.
Solo cuando todos los ciudadanos puedan trabajar dignamente, llevar una vida satisfactoria, ver por sí y los suyos, sentirse apoyados por sus conciudadanos, no sentirse preteridos por un Estado ensimismado o por unas las élites cada vez más indiferentes o ausentes, lograremos armonizar los tres factores aludidos anteriormente y hacer bueno el ideal de ciudadanos libres, iguales ante la ley y acuerpados por sus conciudadanos.
Porque el ideal último de la izquierda es, simplemente, un imperativo moral: que nadie se quede atrás. No mientras podamos evitarlo. Y podemos.
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Íñigo Lejarza es bachiller en Psicología y máster en Administración de Empresas. Ha dedicado su carrera al análisis de datos y la investigación de mercados, especialmente en medios de comunicación y publicidad.