Como ustedes habrán notado, es difícil contemplar un verdadero debate: a veces ni aquellos llamados así, e integrados por quienes compiten por un cargo de elección popular o un lugar en algún órgano institucional, lo son. De hecho, esa es una de las razones por las cuales se nos vuelve tan complicado saber qué piensan realmente y tomar una decisión de voto informado, pues, en el fondo, parece que sus “diferencias” estriban en la fórmula bastante populista: “Yo no soy más de lo mismo”. Más allá de eso, a una le da la impresión de que la verdadera apuesta consiste en ganar, más que en ideas y propuestas razonables para el país.
El fenómeno no es prerrogativa del mundo de la política partidaria. Con frecuencia, me topo en mis clases, como docente universitaria, con respuestas evasivas a preguntas directas que formulo a mis estudiantes. Por ejemplo, qué opinan de la mutilación genital femenina practicada en países como Colombia y Estados Unidos o a cuáles factores culturales creen que deba atribuírsele el aumento del abstencionismo electoral. “Es que eso es relativo, profesora, depende”, responden a veces.
También, es común en la vida diaria. Por ejemplo, durante una cena familiar, la tía que opina que La Liga es el mejor equipo por la cuantía de la afición parece ir venciendo a la sobrina que argumenta que es por las jugadoras. Esta última, entonces, se contradice con: “¡A eso mismo me refería!”, dándole la razón, repentinamente, pero sin reconocerlo, a quien en realidad piensa distinto.
Así, la indecisión, el relativizar o aparentar acuerdo cuando se responde, es decir, evitar opinar o decir lo que se piensa de forma directa, parece complicado por varias razones, entre ellas, porque al actuar como si pensáramos igual podemos cumplir la fantasía de que habitamos un país donde cada persona vale lo mismo que otra, al estilo del deseo presidencial cuando declara: “Si hay algo que Costa Rica tiene es que, independientemente de nuestra edad, si tenemos más o menos plata, si somos hombres o mujeres, si venimos de un rincón u otro, sabemos que todos valemos lo mismo, y eso puede sonar muy básico, porque lo es, pero no necesariamente es así en otras partes”.
Es una ilusión. No es lo mismo ser pobre que tener dinero, ser una anciana que un niño, ser mujer que hombre, ser de barrio Dent —donde en un restaurante no se consigue gallopinto, sino arroz bioseguro mezclado delicadamente con frijoles orgánicos comprados respetando el fairtrade— que de barrio El Cocal, donde muchas familias con suerte comerán uno de los dos.
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Otra razón puede ser miedo a las consecuencias de disentir. Decir que determinada persona votará por tal candidato o candidata le puede acarrear venganzas si triunfa la otra u el otro. Lo anterior ocurre en las instituciones donde alguien “del bando contrario” se arriesga a ser castigado mediante el método conocido por sus varios nombres: fumigar, congelar, serruchar el piso, clavar el puñal, etc.
Otro motivo para no decir lo que se piensa abiertamente suele ser el simple cálculo. Hay quienes se dedican a lisonjear a docentes, jefaturas, amistades o colegas, y fingen estar de acuerdo con sus ideas y acciones o aparentan afecto con el ánimo de establecer vínculos que les sirvan para subir al lugar por el que no se tiene ni el deseo ni la fuerza de carácter para luchar.
Esta actitud habla de quienes quieren estar en un escenario win-win, como dicen en Estados Unidos, pues apostar por algo implica aceptar la contingencia de ganar o no.
Tales actitudes están relacionadas con la identidad que hemos construido a lo largo de estos 200 años de vida independiente.
Si consideramos, como dice Tomás Pérez Vejo, que identidad es igualdad —nos parecemos en esto y nos distinguimos del resto en lo otro—, sentirse y saberse pertenecientes a un grupo brinda una sensación de seguridad: nadie cobrará venganza y será fácil obtener lo que queremos debido a las alianzas constituidas en la semejanza.
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Imagen con fines ilustrativos. Foto: (shutterstock)
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Pero también, si la identidad es igualdad, se dificulta dar una opinión, so pena de entrar en desacuerdo y romper el empeño de que somos iguales, como ya mencioné.
Pero, en el caso de Costa Rica, como observaron Yolanda Oreamuno en su ensayo El ambiente tico y los mitos tropicales; Abelardo Bonilla, en Abel y Caín en el ser histórico de la nación costarricense; e Isaac Felipe Azofeifa, en La isla que somos, entre otros, no se trata tanto de ser iguales, sino igualiticos (así, en menos, no en más) o incluso igualados.
El igualado (vivillo o juega de vivo, como también se le conoce) siempre quiere ganar porque piensa que lo tiene y lo merece todo: como los estudiantes que se creen buenos lectores, cuando en realidad no leen, según el último Informe estado de la educación; o quienes se brincan la fila o irrespetan el semáforo porque son muy cargas; quienes se creen más allá del bien y el mal y reaccionan con furia por la obligatoriedad de la vacuna contra la covid-19, alegando una muy mal comprendida libertad individual; o el que se sirve hasta que se le caiga la comida en los hoteles todo incluido, mientras habla pegando gritos con la mascarilla mal puesta; o los 39 concursantes que presentaron sus atestados para ser fiscal general, puesto para el que no cumplían con algunos requisitos, entre estos, tener un título en Derecho, según leímos con asombro en la prensa hace algunas semanas. Si confrontáramos a quienes actúan de ese modo, no dudarían en relativizar sus actos.
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Es difícil conocer a alguien que diga lo que piensa, como si en Costa Rica padeciéramos indecisión, citada por el escritor estadounidense Ambrose Bierce —nacido en 1842 y conocido como El Amargo— en El diccionario del diablo con estas palabras: “Solo hay una manera de no hacer nada, y muchas maneras de hacer algo, y entre estas una sola es la correcta; de ahí que el indeciso que se queda quieto tiene muchas menos probabilidades de equivocarse que quien se lanza a la acción”.
No sé ustedes, pero prefiero ser la autora de mis propios errores que cargar, por cobardía o mal cálculo, con los ajenos.
La autora es catedrática de la UCR.