En las primeras páginas de Las consecuencias económicas de la paz, escrito en 1919, John Maynard Keynes, el economista más influyente del siglo XX, dibuja un retrato nostálgico de Europa antes de 1914. Describe a un habitante de Londres que, sentado en su cama, podía ordenar por teléfono productos de cualquier rincón del mundo para que fueran entregados a su puerta, invertir su fortuna en recursos naturales y empresas de cualquier continente, y considerar este orden de cosas normal, permanente e inalterable. Para aquel londinense privilegiado, las guerras y conflictos parecían fantasmas del pasado, impensables entre naciones civilizadas tan estrechamente entrelazadas por el comercio y las finanzas.
Sin embargo, como bien se sabe, aquel mundo interconectado donde prosperaba una globalización elemental pero efectiva se derrumbó con estrépito. La I Guerra Mundial no solo destruyó millones de vidas, sino también el delicado tejido económico internacional que se había formado durante décadas de paz relativa. El sistema que parecía inquebrantable se reveló frágil ante las tensiones geopolíticas.
Las recientes medidas arancelarias adoptadas por Estados Unidos y el progresivo cuestionamiento del sistema económico internacional establecido luego de la II Guerra Mundial presentan paralelismos con episodios anteriores. La situación recuerda, guardando las debidas proporciones, lo ocurrido en la década de 1930 con la implementación de la Ley Smoot-Hawley, que elevó significativamente los aranceles estadounidenses durante la Gran Depresión.
Aquella decisión generó respuestas proteccionistas de otros países, limitando el comercio global y complicando la recuperación económica internacional en un contexto ya de por sí difícil. El paralelo histórico resulta imposible de ignorar. Aquello que consideramos permanente e inmutable en el orden económico global –la libertad de comercio, los acuerdos multilaterales, y en general, la globalización– podría estar tan amenazado hoy como lo estaba el mundo interconectado que Keynes describió con tanta agudeza y nostalgia en 1919.
El impacto de estas barreras podría ser devastador, especialmente para economías como Costa Rica que dependen del comercio global. El desmantelamiento de las normas comerciales multilaterales no es un simple ajuste técnico, sino una transformación radical de las reglas que han sustentado la prosperidad global durante décadas.
Costa Rica: el éxito de una economía abierta
Precisamente, la economía costarricense se ha transformado en las últimas cuatro décadas, pasando de depender casi exclusivamente de la exportación de productos agrícolas tradicionales como café y banano, a convertirse en exportador de servicios sofisticados, dispositivos médicos y manufactura avanzada. Las cifras son elocuentes: el comercio exterior de Costa Rica representa más del 70% de su PIB y la inversión extranjera directa, ronda el 5% de manera consistente. Empresas multinacionales como Intel, Bayer, Amazon y varios fabricantes de dispositivos médicos han establecido operaciones en el país. Las inversiones y el comercio han generado empleos bien remunerados y han posicionado al país como un centro global de tecnología, agricultura y servicios.
Para una nación pequeña como Costa Rica, completamente integrada en cadenas de valor globales y con un porcentaje elevadísimo de su PIB dependiente del comercio exterior, el respeto a los acuerdos comerciales y el imperio de la ley internacional no son abstracciones diplomáticas, sino elementos vitales para su subsistencia económica.
La historia reciente lo demuestra. Costa Rica ha logrado defender exitosamente sus intereses comerciales incluso frente a las mayores potencias económicas del mundo, ganando casos emblemáticos ante la Organización Mundial del Comercio tanto contra Estados Unidos en el sector textil, como contra la Unión Europea en la disputa del banano. Estos triunfos legales permitieron al país mantener acceso a mercados esenciales y proteger muchos empleos que dependían de dichas industrias.
Sin el paraguas protector de un sistema comercial basado en reglas, Costa Rica quedaría a merced de decisiones unilaterales de las grandes potencias –como los aranceles anunciados– sin mecanismos efectivos para defender sus intereses legítimos. La fuerza reemplazaría la razón en el comercio internacional, perjudicando a las economías más pequeñas.
Un oasis en tiempos de incertidumbre
En un mundo donde resurgen las barreras comerciales, Costa Rica debe adoptar una estrategia contracíclica, posicionándose como un “oasis” de apertura, estabilidad y certidumbre jurídica. Mientras otros países se repliegan, Costa Rica debe profundizar su integración global para convertirse en un puente invaluable entre mercados fragmentados.
Esta estrategia requiere consolidar el país como plataforma internacional privilegiada mediante el desarrollo de un ecosistema regulatorio de “refugio seguro” para empresas globales, y la implementación de un programa agresivo de atracción de talento que incluya nómadas digitales, emprendedores e investigadores.
Simultáneamente, debe fortalecerse como hub logístico interoceánico que aproveche su estratégica posición geográfica. Es imprescindible la conexión efectiva del país con un puerto nuevo en el Pacífico, carreteras que crucen el país de frontera a frontera y de mar a mar con al menos cuatro carriles, y un sistema de trenes y transporte público que descongestione y promueva la competitividad.
El turismo representa una oportunidad singular en este contexto. Costa Rica debe expandir su exitoso modelo de ecoturismo hacia un concepto más amplio de “destino integral y regenerativo”, diferenciado por una marca coherente basada en bienestar, autenticidad y conexión.
La combinación de estabilidad política, respeto y protección de la naturaleza, infraestructura digital competitiva y acceso preferencial a múltiples mercados constituye una propuesta de valor única para viajeros, jubilados, emprendedores digitales e inversionistas que buscan alternativas seguras a entornos volátiles, complejos e inseguros.
¿Qué se puede hacer?
Diversificar. Este proceso debe enfocarse en nichos emergentes con altas barreras de entrada, como biotecnología, servicios climáticos y economía azul, mientras se desarrolla un programa nacional de “descubrimiento productivo” que identifique sistemáticamente oportunidades donde las capacidades costarricenses puedan generar productos y servicios difícilmente replicables.
Asegurar la alimentación. En medio de este escenario tan volátil e incierto, Costa Rica tiene que reforzar su estrategia de seguridad alimentaria. Es fundamental implementar un sistema inteligente que incluya reservas estratégicas de granos básicos e insumos para alimentación animal, junto con programas de apoyo a la agricultura y centros de procesamiento descentralizados que agreguen valor localmente, reconociendo al mismo tiempo el valor del comercio internacional.
Nueva estrategia. La política comercial debe reinventarse mediante la formación de coaliciones de países “like-minded” que defiendan colectivamente el sistema multilateral basado en reglas, mientras se promueven acuerdos comerciales de nueva generación que aborden temas como movilidad de talento, facilitación de comercio digital, cooperación regulatoria y sobre todo, mecanismos de solución de diferencias.
El verdadero riesgo para Costa Rica no es la apertura, sino una apertura pasiva. El desafío consiste en construir un modelo que combine proyección global con arraigo local, demostrando que en tiempos de nacionalismos económicos, existe un camino alternativo: el de una globalización inteligente que genere prosperidad compartida y resiliente a una economía pequeña pero sofisticada.
victor.umana@incae.edu
Víctor Umaña es economista.
