En noviembre de 1935 y con el título La guerra de Troya no tendrá lugar, Jean Giraudoux estrenó una obra teatral en la cual se refería a un pasado remoto pero conocido entre gente con alguna formación clásica.
Por supuesto, constituía toda una advertencia respecto de un potencial futuro inminente: ya los tambores bélicos tocaban a la puerta.
No era cualquier mocoso cuando el francés lanzó su grito. Dos veces había resultado herido en la primera contienda. Era cuando los europeos exportábamos guerras mundiales. A lo mejor seguimos en el nefasto negocio, porque allí están Rusia y Ucrania, muy al este sí, pero siempre en el mismo subcontinente.
Pero ¿a quién se le ocurre ahora escribir o montar una tragedia en cinco actos colmada de reminiscencias de una conflagración librada en una época muy anterior a nuestra era?
Pues proclamo que la distancia, en tiempo y lugar, no es tanta; además, “el arte tiene tanto de detonante como de calmante”, me comenta una escritora costarricense.
Incrédulo debe de quedar más de uno: se escenifican personajes fuera de nuestra realidad contingente, como Ulises, todavía extraviado, llegando tarde a casa, pero no, en esa reconstrucción artística, su esposa esperó pacientemente, no viendo televisión, sino astuta con los pretendientes, tejiendo y destejiendo.
¡Más de uno invocará que qué enclenque e insípido el drama ese, al no poner ningún desnudo ni buen picante sexual! Refiere a Pâris (sic), sí… pero qué va, no se refiere a la capital de Francia; también, pone en escena a una enferma, Paz. ¿El dramaturgo? Qué va: uno de esos dreamers, capaz; idealistas esos, entre románticos y desactualizados.
Pues todo depende del cristal con que se mire: ¿insensatos o iluminados? unos amigos de aquí y ahora, a su hijo lo llamaron Héctor y le están explicando la guerra de Troya.
Pues aplauso: ocurrió más allá de la “realidad” de las pantallas. Y vaya penetrantes parlamentos, todavía ahora, en una escena de un antes y ahora: “El derecho es la más poderosa escuela de imaginación” y “jamás como un jurista, poeta alguno interpretó tan libremente la realidad”.
De repente, vale subrayar que en esa actualidad durante quién sabe cuántas semanas o meses más, entre los contrincantes a los que parece remitir la obra “vieja” de Giraudoux, por un lado figura un jurista —Putin lo es— y otra coincidencia grande, un actor; sí, señor, podría llamarse Zelenski, como el presidente de Ucrania.
¿Inútil el arte? ¡Todo lo contrario...! Como cuando, convertido en pacifista, el Héctor de la pieza teatral recurre a lo cómico, con un comentario aparentemente insípido: que “Andrómaca mueve las pestañas del mismo modo que Penélope”.
¿Feminista de vanguardia, el varón ese? No: ojo con confundir circunstancias parecidas, pero nunca iguales… Y los estudiosos saben que lo dramático cala más hondo contrastando con elementos aparentemente intrascendentes.
Aplico. Ofreciéndole cuantiosos recursos, un talentoso director, como Luis Carlos Vásquez, entre nosotros con acierto pudo montar una farándula visual en torno a Henrietta Boggs, pero se equivocaría de lado a lado montando en el mismo registro algo sobre Yvonne Clays, exesposa del Dr. Calderón Guardia: botada y olvidada queda; real y trágico fue lo de ella: al respecto, valoro los procesos de rescate. ¿Entonces qué?
Creado en un contexto, el arte supera la circunstancia y puede llegar a ser vehículo de combate… siempre y cuando tengamos las “pilas” puestas. Esa estridente amonestación artística de Giraudoux… ¡ni para nosotros, en otro continente, puede resultar inútil!
El autor es educador.