
Desde que Alexis de Tocqueville anticipara en La democracia en América (1835) que Estados Unidos y Rusia serían las dos grandes potencias del porvenir, Europa no ha hecho más que retroceder en su influencia global. Un declive que ha quedado plasmado en innumerables clásicos, como en Mis memorias, de Henry Kissinger (1979). El exdiplomático señaló que no compartía “la opinión convencional sobre (Charles) de Gaulle”, pues “no era natural que las decisiones importantes que afectaban el destino de países tan ricos en tradiciones, orgullo nacional y poderío económico, como Europa Occidental y Japón, se tomaran a miles de millas de distancia”.
Kissinger no solo mostraba la incomodidad de ver a los europeos actuar como avestruces frente al compromiso del Pacto del Atlántico Norte, sino que atribuía el liderazgo estadounidense a una inexorable evolución tecnológica, con profundos impactos políticos y psicológicos.
Así, la gravedad del retroceso europeo no radica únicamente en su materialización, sino en su negación sistemática, que bloquea su capacidad de reacción y la subsume en una parálisis autocomplaciente. Un ejemplo elocuente es la postura del presidente francés, Emmanuel Macron, quien el 9 de abril del 2023, al regresar de su visita a China, proclamó con grandilocuencia que Europa debe apostar por la “autonomía estratégica” para convertirse en una “tercera superpotencia”. Una ambición legítima pero carente de realismo, muy propia del deleite con la rimbombancia, pues ningún Estado protegido puede reclamar actuar a sus anchas en el plano exterior.
Bastó la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca para que quedara al descubierto la excesiva confianza europea en la generosidad de la era Biden y su amplio margen para implicarse en un mayor esfuerzo bélico en Ucrania. Igualmente, con el regreso de Trump se agudizaron sus palos de ciego en temas cruciales, como la política hacia Irán o la guerra entre Israel y Hamás.
Durante décadas, Europa observó, en gran parte de forma silenciosa, las acciones terroristas de grupos como Hamás y Hezbolá, así como de Irán, contra Israel, haciéndose de la vista gorda. Sin duda, el drama humano de la guerra entre Israel y Hamás ha sido desgarrador, pero no podía obviarse el derecho a la defensa legítima de Israel. Tras los crímenes y el ataque terrorista del 7 de octubre del 2023, ¿qué esperaba la comunidad internacional? ¿Una represalia meramente simbólica, limitada a eliminar a líderes de Hamás, a la destrucción puntual de infraestructuras de Hezbolá o a propinar algún golpe a Irán? La respuesta no podía ser tan fácil ni superficial.
La ambigüedad europea es altamente problemática. Si bien su respaldo al establecimiento de un Estado palestino es un objetivo legítimo, la falta de una condena inequívoca a Hamás lo situó en una posición insostenible. En el horizonte próximo, deberá arrastrar la pesada carga de las contradicciones que ineludiblemente emergerán dentro de Palestina, donde el faccionalismo será solo una de ellas.
Ahora bien, lo anterior no implica que los esfuerzos de los líderes europeos no sean loables ni que la cumbre del 18 de agosto pasado entre Trump, Volodimir Zelenski y los líderes europeos haya escenificado una humillación, como algunos analistas interpretaron. Convocada para discutir los resultados del encuentro entre Trump y Vladimir Putin en Alaska, aquella reunión no solo ejemplificó la aplicación oportuna de un contrapeso europeo en el equilibrio de poder global y un enorme apoyo moral a Ucrania, sino que tal vez sea vista, en el futuro, como un hito en el largo camino de la guerra en Ucrania. La diferencia allí fue la lucidez y el realismo en las expectativas. Un pragmatismo ausente en otros ejercicios de análisis estratégico, como en los informes sobre el futuro de la Unión Europea presentados en el 2024 por los ex primeros ministros italianos Enrico Letta y Mario Draghi.
Aunque ambos documentos son exhaustivos y de gran calado, la recomendación de una mera mayor coordinación en la gobernanza comunitaria será inefectiva para lograr una profundización del mercado de capitales, una mayor integración e impulso al sector defensa, o el relanzamiento de la productividad y la industria, que acertadamente propuso Draghi.
En otras palabras, sin abrir la caja de Pandora de una verdadera integración política –en la que los Estados cedan soberanía y competencias a la autoridad europea en áreas fundamentales como la política fiscal o tributaria–, difícilmente se podrá alcanzar un mercado único genuino, como fue el propósito central del informe de Letta. De igual modo, sería insalvable la ambiciosa idea de eliminar barreras, de cerrar la brecha de innovación y de impulsar la competitividad y el crecimiento europeos.
Tan desafiante es la caída en barrena del crecimiento económico europeo y el retraso en innovación frente a Estados Unidos en los últimos 30 años que, si el continente no quiere sucumbir al rezago crónico, deberá flexibilizar o replantear ciertos dogmas del llamado gasto social, como el coste pensional. Sin embargo, la primera prioridad debe ser el acto de franqueza colectiva ante su propio anquilosamiento. De lo contrario, Europa corre el riesgo de convertirse en un parque temático para hacerse selfis turísticas.
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John Mario González es analista político internacional.