
Durante milenios, los seres humanos nos hemos contado a nosotros mismos un cuento reconfortante, pero infantil: que somos el centro de todo. El centro de la Creación, del universo, de la historia. Que todo lo que existe fue hecho para nosotros, que nuestra perspectiva es la medida justa para valorar lo cercano y lo lejano, lo grande y lo pequeño, lo correcto y lo incorrecto. Hemos vivido atrapados en lo que podríamos llamar “la escala de lo humano”.
Bajo esa perspectiva, no solo el cielo y el infierno tienen ubicación específica en relación con nosotros (el primero está “arriba” y el segundo “abajo”), sino que también nuestra vida y creencias son el eje en torno al cual gira la existencia entera. Desde esa óptica, el universo es poco más que un escenario teatral construido para la representación de nuestra historia, ante una audiencia absorta que somos... nosotros mismos.
Pero desde el Renacimiento, y muy especialmente a partir de la Revolución Científica de los siglos XVI y XVII, esta narrativa ha venido viéndose desmontada metódicamente, cuando menos en lo que al pensamiento occidental se refiere. Los gigantescos avances en el conocimiento nos han obligado a mirar hacia fuera, hacia lo vasto, hacia lo impersonal. A entender que la realidad no gira en torno a nosotros y que la escala de lo humano es absolutamente arbitraria y patéticamente ilusoria.
Fue así como tambaleó nuestra idea de lugar. Con Copérnico –apoyado sobre los hombros de Pitágoras y de Aristarco de Samos– la Tierra dejó de ser el centro de todo para convertirse en una insignificante mota de polvo flotando en una esquina del sistema solar, que a su vez es solo un rincón cualquiera de una galaxia entre miles de millones. En el espacio no hay un “arriba” ni un “abajo” capaces de señalar la ubicación exacta de elevaciones celestiales o de desolaciones infernales, por más que las representaciones artísticas siempre se empeñen en mostrar a las figuras religiosas dirigiendo la mirada hacia lo alto.
También se fracturó nuestro sentido del tamaño. Aquello que creíamos enorme resulta pequeño al lado del Sol. Y este a su vez es minúsculo frente a otras estrellas y estructuras cósmicas. Correlativamente, también aprendimos que lo que creíamos diminuto puede esconder mundos enteros y dimensiones infinitesimales: átomos, quarks, la distancia de Planck. Escalas que trascienden por mucho lo que nuestros sentidos pueden captar y lo que nuestras imaginaciones pueden albergar.
El sentido del tiempo también se nos escapó: hoy sabemos que nuestra historia entera, desde los primeros homínidos hasta hoy, cabe en un parpadeo del reloj geológico. Y la vida humana, individual, apenas roza la superficie de esa franja de historia. De esta forma, la idea de que el universo de alguna forma “esperó” por nosotros durante miles de millones de años se vuelve absurda y se derrumba ante la evidencia.
Incluso nuestras ideas morales y lo que otrora creíamos verdades evidentes y absolutas han tenido que ser reconsideradas. La ciencia social, la psicología, la biología y la antropología nos han mostrado que los conceptos de bueno y malo, correcto e incorrecto, justo o injusto, no son universales ni eternos. Son solo construcciones humanas, modeladas por el contexto, la cultura, la historia y –muy particularmente– por el poder.
Y finalmente, nuestra acendrada convicción de que somos la forma de vida superior y el pináculo de todo lo existente también ha colapsado. En realidad, somos parte del árbol evolutivo, no su cima predestinada. No solo no somos –como se creyó en algún momento– la única especie inteligente, sino que ni siquiera hay evidencia de que la vida consciente e inteligente esté circunscrita exclusivamente a nuestro planeta.
De la escala de lo humano derivó la idea de que, justo en este punto sin mayor significancia del cosmos, un Creador todopoderoso decidió privilegiar precisamente a nuestra especie como su obra cumbre y maestra. Esto me suena menos a fe y más a vanidad. Peor aún, suponer que dentro de esa especie haya un grupo étnico o cultural en particular que sea su élite espiritual, su “pueblo elegido”, el depositario de la verdad y exclusivo acreedor de la salvación en demérito del resto de los mortales, me parece patentemente absurdo. ¡Cuánta destrucción, cuántas vidas segadas, cuánta sangre derramada, en el nombre de esa vana ilusión!
Pero nada de lo dicho debe entenderse como motivo de menosprecio para lo humano. Al contrario, es una invitación a valorar lo que somos desde una perspectiva honesta. A comprender que nuestra existencia es efímera, irrepetible y valiosa precisamente por eso. Que no estamos por encima del resto de seres vivos, sino que podemos hacer –y hemos hecho– cosas maravillosas con la conciencia que tenemos.
Vivir bien, con dignidad y en armonía con todo lo que nos rodea, se vuelve entonces una responsabilidad compartida. Entender nuestro lugar no nos disminuye: nos ubica. Nos recuerda que no hay un plan maestro, que la vida no está garantizada y que por eso mismo vale la pena cuidarla, disfrutarla y compartirla.
Tal vez nunca sepamos si estamos solos o no en el universo. Pero mientras tanto, en este pequeño rincón del cosmos, podemos elegir ser menos arrogantes y más conscientes. Menos elegidos y más humanos.
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Christian Hess Araya es abogado e informático.