La realidad se nos da, no la escogemos, ni la diseñamos totalmente, porque somos dependientes de una gran diversidad de opciones, circunstancias, aciertos, errores y resultados (esperados o no) de un sinnúmero de personas que interactúan con nosotros.
Pero no nos contentamos con saber esto, siempre buscamos un sentido a lo que acontece, porque nos preguntamos sobre lo que somos, lo que sentimos y lo que significamos para los otros. Nuestra pregunta fundamental es sobre quiénes somos en este teatro que llamamos mundo.
Para tratar de resolver el acertijo, es inevitable tratar de abstraer para comprender. Es decir, encontrar a partir de la experiencia alguna razón de practicidad o necesidad radical. De la capacidad de abstracción resultó la fabricación de herramientas, la curiosidad por descubrir cosas nuevas y, como dice el libro de Job, buscar en las entrañas de la tierra los metales y las joyas preciosas que están ocultas a los ojos agudos de los buitres y los halcones.
La razón abstracta no es el único medio de comprensión del mundo, nuestra sensibilidad y empatía nos ofrecen la oportunidad de cuestionar las decisiones o justificaciones que damos sobre lo que sucede a nuestro alrededor. Somos capaces de autocrítica y corrección, de llorar por dolores ajenos, alegrarnos con otro sin motivo más que el compartir su gozo y soñar despiertos junto a otros que duermen.
La razón abstracta, en cambio, es insensible, porque se forja en la anulación de los sentimientos para centrarse en lo que es pretendidamente objetivo e irrefutable. Si bien no necesariamente una compresión racional abstracta de la realidad está siempre errada, incluso si es ideológica, cuando se transforma en la medida de todas las cosas, termina siendo aniquiladora de vidas, de ilusiones, de simplicidades, de anhelos y de futuro.
Sí, cualquier razón abstracta o ideología totalitaria termina siendo el germen que producirá su propia muerte cuando su pretensión absoluta se derrumbe por el peso de la realidad. Pero esto no ocurrirá sin antes exterminar a tantos que sembraron y cosecharon mejores cosas en nuestra historia.
La guerra se ha manifestado con toda su crudeza en estos días, aun cuando no terminamos otra que empezó hace más de un año. Siempre brutal, siempre sin sentido. Pero el problema nuevo estriba en discernir entre diversas ideologías que apoyan una posición política u otra diferente bajo la sombra de la racionalidad.
El camino más sabio sería colocarse por encima de esas discusiones y ver más desde otra perspectiva. Lo auténticamente lógico sería partir de la realidad para ser testigos de las muertes injustas y desgarradoras que experimentan unos y otros sin que medie una imparcialidad desdeñadora de las emociones.
El odio visceral que una persona puede sentir hacia otra que le causó un mal puntual lleno de injusticia se puede entender, porque permanece siendo una cosa real y específica entre dos personas. Sin embargo, aunque las discrepancias religiosas, culturales o étnicas sean un hecho, esto no implica que haya que abandonar la búsqueda de la verdad para intentar acercarnos al sentido profundo de la existencia.
Empuñar las armas para defender una ideología o una religión es equiparable a ser ignorante, porque esta pretensión no tiene más norte que la erradicación de personas consideradas enemigas. La consecuencia de esa locura es que el inocente es la víctima de una violencia desmedida, como ocurre en tantas partes del mundo.
Tengo que confesar que ha sido difícil para mí escribir algo sobre esta última guerra, y no porque me pareciera que era necesario escoger un bando, sino porque la tristeza en la falta de compasión por el ser humano me bloqueaba.
Las acciones brutales parecen contradecir toda posibilidad de comprensión. Los conflictos ideológicos pueden ser devastadores, pero matar gente inocente y desprevenida no tiene justificación posible.
Se entiende, por otra parte, las reacciones y la necesidad de acabar con el terrorismo internacional. Empero, pienso en los lavados de cerebro que se programan para doblegar a gente vulnerable: los mecanismos crean un mundo imaginario y violento donde todos piensan que tienen poder divino porque cargan un arma.
La vivencia de una religión mediada por la ideología degenerará siempre en una acción autodestructiva: el victimario terminará siendo también una víctima.
Juramentos de lealtad, códigos militares de conducta, entrenamientos extenuantes, no dan derecho de matar irrestrictamente, mucho menos procurar la muerte por medios electrónicos a distancia. Al fin y al cabo, una bomba, una granada, una bala pueden vagar hasta llegar a la gente que solo salió a pasear.
La guerra es la más grande muestra de estupidez del ser humano, porque tiene una característica matemática asustadora: es exponencialmente peligrosa. La estupidez despierta los más básicos instintos, como cuando, sin razón aparente, el chimpancé alfa mata a un hijo suyo delante de su madre.
Si no nos conmueve el llanto empático de aquella simia, ¿qué lo hará? El sueño de poder y de dominio. ¿Acaso esperamos otro macho alfa salvador?
El final de la Segunda Guerra Mundial marcó el inicio de la Guerra Fría. Como en un ajedrez, los protagonistas mueven sus fichas al inicio con cierta despreocupación, siguiendo normas más o menos convencionales sobre las entradas en el juego. Pero cuando las fichas escasean, comienza de verdad la competición.
Se mueve una ficha y se espera la reacción; se mueve una pieza y comienza la preocupación. ¿Qué nos dará alivio y esperanza? ¿Qué nos ayuda a tener un norte para discernir nuestras acciones? En el ajedrez, la finalidad es acabar con el enemigo, pero en la vida esto no puede ser cierto, sino solo en sentido metafórico.
Con pesar hay que decir que en nuestro mundo la metáfora fue destronada por la superficialidad comunicativa y la indiferencia colectiva en busca de entrenamiento masivo.
Vemos en las guerras vidas truncadas y violencias desmedidas, ¿y todo para qué? Para que llegue otro gobernante y mude todo lo que se hizo antes, para que cambie el nombre de los dioses a los que hay que invocar para permanecer en el poder.
La historia de los orígenes del pueblo israelita está llena de narraciones ilustrativas, realistas y, evocadoramente, denunciantes al respecto; todas ellas fundamentadas en la experiencia de vida de diferentes pueblos.
Abandonar los caminos de la justicia y la equidad significa cerrar los ojos ante la barbarie que “ellos” y “nosotros” producimos diariamente. Caminar con humildad delante de Dios es simple, basta con agradecer su benevolencia, hacer el bien y renunciar al mal.
Estas cosas son el resumen perfecto de una vida íntegra, que podríamos traducir para hoy así: la búsqueda personal incesante de ser coherente en la empatía y el compromiso por todos, renunciando decididamente a la soberbia, a la intolerancia y a la falta de un diálogo constructivo.
En una ideología no se encuentra el principio último de la existencia, solo en el encuentro con las personas se concreta la presencia de Dios entre nosotros.
Por eso, sin empatía por la vida del así llamado “enemigo”, produciremos muerte a nuestro alrededor. Está demostrado que cuanto más se expone alguien a la violencia se vuelve más proclive a ella. Sin embargo, nadie ha estudiado el fenómeno de la paz, porque solo parece un ideal, ¡pero no lo es!
El autor es franciscano conventual.
