
Leí El corsario negro, de Emilio Salgari, a los nueve años, y recuerdo la sensación de asomarme por primera vez a un mundo donde el mar era infinito, las noches olían a pólvora y los hombres vivían bajo la amenaza permanente de la muerte. Aquella lectura marcó el inicio de una fascinación que me ha acompañado desde entonces: los piratas.
En un inicio fue una curiosidad literaria que muchos niños comparten: los disfraces de calavera, los mapas con equis rojas, la promesa de un tesoro enterrado. Pero con el tiempo, esa atracción infantil se transformó en una inquietud académica. Descubrí que, más allá de la leyenda romántica y la violencia evidente, los piratas del Caribe de principios del siglo XVIII habían creado un sistema político rudimentario pero sorprendentemente sofisticado. En aquellos barcos, repletos de pólvora y hacinamiento, se inventaron formas de organización que resultan insólitas para su tiempo.
Los piratas eran enemigos de toda la humanidad. Así los calificaban los gobiernos de la época: hostes humani generis. Eso significaba que carecían de protección jurídica por parte de cualquier Estado, y podían ser apresados y ejecutados sin más. Y, sin embargo, esos mismos proscritos comprendieron que, si querían sobrevivir, necesitaban reglas. Sin Estado, sin leyes oficiales, sin jueces ni tribunales, decidieron darse a sí mismos un marco normativo. El resultado fue lo que ellos llamaban sus “articles” y lo que Hollywood popularizó como el “código pirata”.
El contenido de esos “articles” resulta, incluso hoy, asombroso. Regulaban desde la división del botín hasta la prohibición de robarse entre sí. Establecían que cada hombre tenía derecho a un voto, sin importar su raza o procedencia. Preveían un sistema rudimentario de seguro: si un pirata perdía un brazo o quedaba cojo en combate, recibía una compensación del fondo común antes de repartir el botín. Prohibían el juego con dinero, las riñas a bordo y la presencia de mujeres en los barcos con la finalidad de conservar la paz. Incluso reservaban un día de descanso para los músicos de la tripulación.
Pero quizá lo más notable era la manera en que limitaron el poder de sus líderes. El capitán de un barco pirata solo tenía autoridad en combate. Fuera de él, era un tripulante más. Para el resto de las decisiones, la autoridad residía en el contramaestre, que era elegido por votación, y ejercía funciones ejecutivas y disciplinarias. Una suerte de “tribuno romano” que respondía ante la tripulación y podía ser destituido por mayoría. De esa manera, evitaron reproducir en el mar los abusos que habían sufrido en los barcos mercantes, donde los capitanes solían enriquecerse a costa de su gente y castigarlos sin misericordia.
Lo paradójico es que esos hombres, a los que la historia oficial llamó criminales, y que vivieron fuera de la ley, habían entendido algo esencial: que la libertad necesita reglas y que el poder, para no convertirse en tiranía, debe dividirse. Más de medio siglo antes de que The Federalist Papers articularan la necesidad de “checks and balances” en la joven república estadounidense, ya lo habían practicado aquellos bandidos del mar.
Algunos académicos han señalado, con razón, que las instituciones piratas eran un precedente para el sistema constitucional moderno. Claro está, los piratas no eran teóricos ilustrados, sino marineros analfabetos y violentos, salvo honrosas excepciones. Pero la lógica era la misma: protegerse de la arbitrariedad, crear equilibrios, asegurar un mínimo de justicia en una comunidad marcada por el riesgo permanente.
Volver sobre esta historia en el presente no es un ejercicio de erudición vacía. Es, creo yo, un recordatorio. La discusión sobre los límites al poder sigue siendo de gran vigencia en nuestra región. Seguimos viendo líderes que pretenden concentrar decisiones, parlamentos que abdican de su función de control, cortes acosadas por quienes las consideran un estorbo. Y mientras tanto, la palabra “contrapeso” se vuelve incómoda, como si se tratara de un lujo que entorpece la eficiencia de los caudillos.
La experiencia pirata nos dice lo contrario. Allí donde no había Estado, ni tribunales, ni organismos contralores, hombres que vivían de la rapiña y la violencia comprendieron que sin reglas compartidas, todo se hundía. Que sin límites al poder, la tripulación se volvía ingobernable. Que incluso en el caos era necesario un orden, porque, de lo contrario, la pólvora en la bodega explotaba y los mataba a todos.
¿No resulta irónico que criminales del siglo XVIII comprendieran mejor que muchos políticos contemporáneos la importancia de limitar el poder? ¿No es preocupante que nuestras democracias retrocedan hacia la concentración de decisiones mientras los piratas, con toda su brutalidad, intuían que sin contrapesos no había libertad posible?
Cuando algunos repiten insistentemente que los controles son trabas, conviene recordar que incluso en los barcos piratas, donde todo podía resolverse a cañonazos, existía una forma primitiva de deliberación y de límite al poder.
Quizá por eso los piratas siguen siendo relevantes. Porque nos recuerdan que la libertad no surge del vacío, ni del capricho de un viejo truhan capitán de un barco que tuviera por bandera un par de tibias y una calavera (como todavía canta Sabina), sino de la conciencia de que todos, incluso los proscritos del mar, necesitamos límites al poder.
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Mauricio París es abogado especialista en Tecnología, Medios y Telecomunicaciones.