Originalmente, el término hacker se usa en el mundo de la informática. Existen hackeadores buenos, excelentes programadores de sistemas, y hackeadores malos, que hackean con la intención de alterar, cambiar la información que circula, para así beneficiar a ciertos sectores o personas. Además de estos dos tipos de hackeo, podemos hablar también de hackeo como una alteración de otros sistemas, no solamente en el orden de la informática, sino también, en sentido metafórico, en otros órdenes.
En el campo de la cultura, podemos decir que es también un hackeo cuando se modifican sus usos y sus bienes como resultado de las nuevas prácticas de la industria cultural, que han hecho de los bienes de arte productos para el consumo.
Me refiero a un hackeo, de hackeado (hacked, del inglés, y jaqueado, pronunciándolo en español, como sinónimo de esta acción que logra alterar sus fines para así cumplir otras funciones). Y es que no encuentro otro término más acertado para referirme a lo que está pasando con el tejido cultural de la sociedad a partir de los logros técnicos de la inteligencia artificial en las redes sociales y su capacidad para recoger datos que, al ser utilizados por la industria, disparan las tendencias del gusto a gran escala, interfiriendo como nunca en las creaciones humanas subjetivas y cualitativas.
El hackeo produce objetos culturales para el consumo muy estudiados y, por lo tanto, exitosos, gracias a la información que recoge. Esta realidad termina de cerrarle la puerta a aquella antigua idea de ciudad letrada, imperfecta, por supuesto, pero donde los artistas y autores tenían como única herramienta su propia inventiva.
Llamo hackeo de la cultura al simular ser creación de un tejido cultural propio de las interacciones humanas y no a partir de apropiaciones, copias, partes y versiones de otros.
El consumo que propone la tendencia es rápido y voraz, pero breve. Logra grandes roturas en el arte y en la creatividad de esos intangibles que apañan a los pueblos en sus momentos más difíciles. Deja vacíos en los modos de relación de los artistas con las comunidades y las autorías de pequeña y mediana escala, beneficiando a los monopolios.
Recordemos los diseños indígenas expoliados por la industria de la moda. Pero las apropiaciones se dan también en los capitales sociales, culturales, emocionales, y dan pie al vandalismo literario, musical o gráfico, que bajo el título de ser nuevas versiones, parciales o solo parecidas, van creando en la desmemoria popular ese efecto típico del hackeo. Donde ya no se sabe qué es verdad y qué es mentira, debilitando un tejido cultural ya ralo en sus contenidos y, por lo tanto, indefendible. ¿No les parece que esta época es de mucho remake? Pues también lo hay sin que nos demos cuenta.
La manipulación de los sistemas culturales para modificar sus procesos de creación y validación social y llevarlos hacia el campo de la oferta y la demanda, logran copiar, emular y capitalizar los gustos, cambiar las tradiciones y los sentimientos de las personas de manera imperceptible e implacable.
No importa que sea a partir del prompt que le damos a una IA para que genere un resultado que decimos que también es nuestro, lo que importa es que la receta funcione para la venta y los consumidores se crean la ficción de que no es un hackeo, sino que se trata de una creación humana inédita, siempre y cuando sea tendencia y cause satisfacción.
Por otro lado, en estos tiempos sesgados, nadie pone mucha atención a nada que no sea la autocomplacencia, haciendo aún más poroso el colador en el que está transformándose el antiguo tejido. Porque lo comunitario parece cosa de unos cuantos soñadores o gente necesitada verdaderamente de otros, y no de un sistema político que lo que hace es fortalecer el consumo y la división de las clases según el poder adquisitivo. Me corrijo. De dos clases: los ricos y los pobres. Porque en medio de ambas, hay una clase de consumidores que no se ha dado cuenta de que ha sido hackeada en sus ambiciones y en sus posibilidades de ser.
Es posible que piensen que siempre se ha robado, plagiado y cambiado los fines de algo o alguien en la historia para beneficio de otros, pero si ha sido así, nunca la legitimación de estas prácticas ha sido tan abierta y popular.
La justificación del “casi es pero no es”, del hackeo, se convierte en la forma más sexi de ofrecer y vender bienes. Así se mantiene un antiguo valor de confianza en la cultura como patrimonio, y sobre este se incorporan, de manera maravillosamente llamativa, nuevos valores, que, como la comida chatarra, lo único que propician es la insatisfacción.
La autora es filósofa.
