Entendida como la obtención de placer al dañar o cuando se es indiferente al sufrimiento ajeno, la crueldad es un problema que ha obsesionado a las ciencias, en particular a la filosofía, de la cual el vehemente e implacable Friedrich Nietzsche supo decir mucho y bien respecto a lo que somos capaces contra quienes nos rodean.
También, ha interesado a la psicología, sobre todo a Sigmund Freud, quien le dedicó muchas páginas. “Ver sufrir produce bienestar; hacer sufrir, más bienestar todavía”, afirmó el primero. “El hombre no es un ser manso ni amable, más allá de ser capaz de defenderse solo si lo atacan, posee en su dotación pulsional una buena cuota de crueldad”, dijo el segundo.
Contrario a ellos, la sociología clásica apostó por una interpretación que suponía la construcción de comunidades morales a partir del acto de compartir el dolor individual para que fuera vivido de manera colectiva, es decir, presumió que las sociedades se fundaban y mantenían gracias a, entre otros factores, la capacidad colectiva de empatía, de manera tal que el padecer de uno fuera el de todos.
Lo que vemos en el país me hace otorgar más credibilidad y prestar atención a las primeras disciplinas, y descreer un poco la tercera. Al parecer, vamos a la inversa y a los colectivos la pesadumbre privada los tiene sin cuidado. Por el contrario, se encargan de causar dolor a personas particulares.
Un día antes de escribir este artículo, mientras caminaba por una calle entre San Pedro de Montes de Oca y Zapote, escuché el ruido de una moto derrapando, junto con el chofer, a lo largo de casi 25 metros.
Nadie se acercó a preguntarle cómo estaba, continuaron dando pasos apresurados con, al parecer, la única meta de cruzar el semáforo peatonal, justo enfrente del accidentado, antes de que cambiara la luz roja.
Hay gente que se habría detenido a ayudar, por supuesto, pero de ellos no estoy hablando. Lo he hecho ya y volveré a retomar el tema en otra ocasión.
Niños, adultos mayores, pobres
La crueldad excluye la solidaridad. Por eso, trabajar para fomentar lazos de hermandad en la ciudadanía nos pone a salvo de actos de dureza como el descrito y otros más terribles y con devastadoras consecuencias, por ejemplo, el maltrato sistemático de la niñez en sus hogares o centros educativos, frente a la mirada apacible de quienes están cerca.
Durante una investigación hace algunos años, encontré la trata sexual de niñas en varias comunidades mediante el mecanismo que usaban los padres de “enviarlas” donde un vecino al que, días después, le pedían dinero “prestado”.
Niñas que daban muestras de lo que sufrían, pero no fueron salvadas ni en su escuela, ni en el Ebáis, ni por el PANI ni en el vecindario. Criaturas a las que la sociedad y la institucionalidad les falló durante años.
Otro caso es el abandono de personas mayores, confinadas a una soledad y pobreza estremecedoras. Como país, no hemos logrado fomentar y mantener el estatus de dignidad que les corresponde y, por el contrario, nos conformamos con eufemismos de “oro” y pequeños gestos que no les restituyen la distinción que merecen.
Los golpes, las humillaciones y los robos cometidos contra ellos por sus familiares nos confrontan con una realidad a la que casi no es posible dar crédito, pues también son víctimas de recurrente abandono en hospitales o parques públicos cada fin de año.
La crueldad también se manifiesta cuando se hace uso de la vulnerabilidad que implica ser pobre, sin estudio y sin empleo, como capital político para conseguir votos o notoriedad personal, mediante espectáculos en los que se imita y habla a una señora reproduciendo estereotipos clasistas y estigmatizadores, y atizando el odio del que ya padecemos en exceso.
Falsa filantropía
Reflexionemos sobre los mecanismos aceptados para mostrar apoyo a quienes tienen menos y de menor utilidad para vivir bien. Nuestra solidaridad, a veces, se agota en filantropías que no ayudan más que a la buena conciencia de quien da: ¿Cuál cambio produce decir a una niña que regale sus juguetes a los pobres en Navidad?
Sé que mi lectura es amarga, lo acepto, pero no me malinterpreten, no estoy diciendo que todas las personas están motivadas por la autocomplacencia, solo quiero llamar la atención sobre el hecho de que actos como los mencionados no producen cambios estructurales, ni en las condiciones de desigualdad social o económica, ni en la manera como nos percibimos y tratamos jerárquicamente.
La niña que dona sus juguetes usados supondrá que la condescendencia —actitud de ayudar precisamente porque se siente una superioridad— es aceptable y suficiente.
Me parece que fomentando la beneficencia se promueve también la mendicidad, la mediocridad y la desigualdad, y nos desliga de la responsabilidad colectiva de hacer que el país sea mejor para cada habitante, pues, por un lado, nos da la falsa sensación de haber puesto bastante y, por otro, refuerza la cultura del pobrecito, esa que salta como un tigre para pedir casi por todo y para todo: porque se inundó la casa, para viajar a dar un concierto a otro país, para publicar un libro o para filmar una película.
Pero el asunto no es sencillo. ¿Cómo crear lazos de hermandad horizontales, cálidos, espontáneos, significativos? Sin duda, la responsabilidad es de cada uno, pero sobre cierta población recae una obligación moral mayor: en quienes ejercemos la docencia y publicamos en las redes sociales, en los que se postulan a cargos públicos o los ejercen, en quienes trabajan en el sector sanitario.
¿Qué clase de sociedad seríamos si el médico quiere dinero y papeles para llenar en vez de personas? ¿Si la diputada legisla al servicio de sus prejuicios e intereses políticos o el maestro vandaliza el alma de sus estudiantes?
Algunos gobiernos, tanto aquí como en otros países, lo han intentado, con resultados variados, pero debemos recordar que la clave sigue siendo invertir en educación, salud e igualdad.
No hay que olvidar tampoco que el Estado ya es solidario, aunque tiene debilidades, mala puntería y excesos que corregir.
Propongo que ustedes y yo contribuyamos, inicialmente, esforzándonos por ser mejores personas, más pacientes, más dulces para acompañar, menos xenófobas, más valientes para denunciar, menos avariciosas.
Como dice un personaje de la maravillosa serie televisiva Sandman: al infierno cada quien lleva su propio fuego.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.