Un país que deja morir su agricultura no solo pierde cosechas: pone en entredicho su seguridad alimentaria, debilita su paz social y compromete su futuro como nación.
Por fortuna, llegó a mis manos el video de la niña Isabella Castro G. interpretando Caña Dulce al piano. Esa obra, escrita en 1926 por José Joaquín Salas Pérez y musicalizada por José Daniel Zúñiga Zeledón, retrata la Costa Rica rural idealizada de sencillez y orgullo campesino. Escucharla hoy, cuando los agricultores enfrentan abandono institucional e incertidumbre de mercados, obliga a preguntarse cuánta de esa dulzura permanece y cuánta se ha tornado amarga.
En 1965, la agricultura daba empleo a casi la mitad de la población; hoy, apenas al 13%. El valor generado por trabajador agrícola ronda los $16.000 anuales, muy por debajo de los más de $40.000 en manufactura o servicios. Esta brecha refleja la pérdida de protagonismo económico y la erosión de oportunidades y dignidad de quienes aún trabajan la tierra.
La agricultura costarricense, antes columna vertebral de la economía y la cultura, vive un debilitamiento sostenido. Su aporte al PIB ha caído, arrinconada por un modelo que privilegia servicios e importaciones y que reduce el campo a simple folclor. Desde el gobierno, lo que se percibe es abandono, con un ministro que siembra dudas y cosecha certidumbres de su incapacidad frente a un sector vital.
El agricultor del siglo XXI ya no se reconoce en el escenario romántico de Caña Dulce. Ha sido duramente afectado por la dureza de los tratados de libre comercio, la competencia de productos subsidiados y la desprotección arancelaria. La “Ruta del Arroz” ilustra este descalabro: pérdida de ingresos, endeudamiento, quiebra, despidos, migración laboral y la casi desaparición del sector en varias regiones.
A ello se suma un drama financiero: acceder a crédito justo es, para pequeños y medianos agricultores, una quimera. La banca de desarrollo concentra recursos en sectores de bajo riesgo, dejando al agricultor endeudado o sin posibilidad de crecer. Sin financiamiento, no hay innovación y, sin innovación, el campo queda rezagado. La cadena de intermediación, además, se queda con la mayor tajada, perjudicando tanto al productor como al consumidor.
La transferencia tecnológica también escasea. El Ministerio de Agricultura y Ganadería, antes motor de extensión, hoy luce debilitado, con pocos recursos y sin capacidad de llegar a los productores. Universidades y centros de investigación generan conocimiento valioso, pero su impacto es limitado: el puente hacia las fincas es débil, y la reducción del Fondo Especial para la Educación Superior (FEES) restringe la investigación aplicada y los programas de extensión, lo que debilita el vínculo entre la ciencia y el campo.
Por si esto fuera poco, el cambio climático avanza y nos cobra una factura que hemos engordado con altos intereses. Sequías, lluvias erráticas, temperaturas inesperadas en zonas altas: todo conspira contra la estabilidad de las cosechas. Las pérdidas acumuladas por fenómenos extremos se multiplican año con año. Es claro que la resiliencia climática no se construye con discursos en cumbres internacionales, sino con infraestructura, técnicas y tecnologías apropiadas, sistemas de alerta temprana, semillas adaptadas y apoyo técnico constante.
La crisis agrícola no es solo económica: compromete la seguridad alimentaria y la paz social. Cuando un agricultor abandona su finca, la familia migra a la ciudad, los hijos dejan la escuela, aumenta la informalidad y crecen los cinturones de pobreza urbana.
La pérdida del agro no solo amenaza el arroz y los frijoles en la mesa: erosiona la cohesión social, multiplica la desigualdad y siembra tensiones que derivan en violencia. En lugar de tener campesinos orgullosos y comunidades rurales fuertes, el país podría agudizar el problema de periferias marginadas y jóvenes sin futuro.
¿Qué hacer? Me tomo el atrevimiento de proponer tres acciones principales.
Primero, recuperar la agricultura como eje estratégico con una banca de desarrollo que realmente funcione, con créditos diferenciados y visión de riesgo compartido.
Segundo, rescatar la extensión agrícola, ampliando la transferencia tecnológica y reforzando el papel de las universidades públicas, en lugar de debilitarlas con recortes.
Tercero, enfrentar el cambio climático con medidas de adaptación local y políticas sostenibles que den mejores herramientas a los agricultores. Todo ello, accediendo a mercados en condiciones justas.
También es necesario un rescate cultural: valorar al agricultor como resguardo de nuestra seguridad alimentaria, custodio de nuestra identidad y pilar fundamental de la paz social. Resulta incoherente hablar de sostenibilidad mientras se deja morir al campesino. Los productores de hoy no piden lástima, sino reglas justas, acceso a crédito, tecnología útil y acompañamiento real frente a los cambios globales.
Soy hijo de humildes campesinos que lucharon cada día por producir a partir de la tierra para mantener, honradamente, a una numerosa familia –como las de antes–. Sé muy bien de lo que hablo: yo lo he vivido.
juan.romero.zuniga@una.ac.cr
Juan José Romero Zúñiga es médico veterinario, epidemiólogo y académico investigador en la UNA y la UCR. Ha publicado múltiples artículos científicos en revistas internacionales.
