
Alcanzamos la triste cifra de 10,13 muertes por cada mil nacimientos vivos, la más alta en una década y con un incremento del 8,5% respecto al año previo. No se trata de un simple repunte estadístico. Es un espejo que nos devuelve la imagen de un país que, en medio de discursos de modernidad y eficiencia, está dejando de invertir en aquello que sostiene la vida misma.
Nos acostumbramos a ver la mortalidad infantil como uno de nuestros grandes logros colectivos. Presumimos, con sobrada razón, tener cifras comparables a países europeos, aun siendo una nación en desarrollo. Sin embargo, hoy los datos nos interpelan con crudeza: la cifra que abre el artículo no es un dato aleatorio, es la parte más alta de una tendencia creciente en este trazador de la salud de una sociedad.
Las principales causas son conocidas: afecciones del periodo perinatal, prematuridad, bajo peso al nacimiento y malformaciones congénitas. Es cierto que son causas que exigen cuidados neonatales especializados, equipos modernos y un sistema hospitalario robusto; muchas de ellas podrían prevenirse mediante programas de prevención del embarazo adolescente, la atención prenatal oportuna y de calidad. Ello exige trabajar sobre aspectos estructurales de nuestro contrato social.
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La mortalidad infantil, sin embargo, no puede entenderse únicamente desde lo médico. Hay que abarcarla desde la determinación social del problema. Los datos muestran tasas más altas en provincias como Limón, Puntarenas y Guanacaste. No es casualidad: detrás de cada cifra hay desigualdades territoriales, falta de infraestructura y familias golpeadas por la pobreza. La biología pesa, pero las condiciones sociales deciden.
Resulta inevitable, entonces, asociar el debilitamiento del gasto social –prefiero llamarlo inversión– con el repunte en este y otros indicadores. El actual gobierno ha recortado programas de apoyo a la población más vulnerable, ha rechazado honrar el pago a la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) y, mediante la espuria e ilegal injerencia en su Junta Directiva, ha postergado inversiones fundamentales de infraestructura para la atención de la salud, en todos los niveles.
La Caja no es una entidad abstracta; es la que sostiene cada control prenatal, cada incubadora, cada unidad de cuidados intensivos. Negarle recursos es condenarla a operar con menos capacidad, justo cuando más se necesita.
Vamos a ser claros: no toda la responsabilidad es de este gobierno, pero sí tiene una alta cuota de responsabilidad.
La austeridad, presentada como virtud, se traduce en incubadoras que no llegan, en traslados interminables desde regiones alejadas y en profesionales de salud desbordados. No es improbable que el incremento de muertes, en buena medida, pudiera evitarse.
La mortalidad infantil también está ligada al nivel educativo, en especial de las madres. No es igual enfrentar un embarazo con acceso a información y autonomía que hacerlo en condiciones de carencia. Costa Rica, sin embargo, ha tenido fuertes retrocesos en educación cuyos efectos negativos ya se podrían estar viendo reflejados en la supervivencia de los recién nacidos.
Para revertir la tendencia, es indispensable caracterizar epidemiológicamente el problema, identificar factores de riesgo desde la determinación social de la salud. Con esa evidencia, el país debe formular políticas públicas integrales, con acciones inmediatas como fortalecer la atención prenatal y los cuidados neonatales, así como asegurar el financiamiento a la CCSS. Además, con estrategias de mediano y largo plazo que reduzcan desigualdades y mejoren la educación y las condiciones de vida de las futuras madres y de sus hijos.
El Ministerio de Salud, como ente rector del sistema sanitario por mandato de ley, debe asumir un papel activo en la coordinación interinstitucional, especialmente del sector salud, para enfrentar la mortalidad infantil. Esto implica no solo trabajar de la mano con la CCSS, sino también articular esfuerzos con el AyA, para garantizar agua potable y saneamiento; con el IMAS, para atender la pobreza que limita el acceso a una adecuada nutrición y vivienda, y con el Inamu, especialmente, para fortalecer la autonomía y el cuidado de la salud de las mujeres, especialmente durante el embarazo.
La reducción de la mortalidad infantil exige políticas públicas integradas que reconozcan que la salud no depende únicamente de hospitales y clínicas, sino de un entramado social que requiere coordinación eficaz y sostenida. Para fines prácticos, vigilar la implementación y cumplimiento de la Política Nacional de Salud 2023-2033.
Cada muerte infantil es más que un número: refleja la erosión de la equidad y una ruptura imperdonable del contrato social. Un país que recorta salud, educación y protección social decide que los más vulnerables paguen el costo, y en este caso, lo pagan quienes no alcanzan a cumplir su primer año de vida y todo su entorno familiar, con consecuencias serias para el futuro de la sociedad como un todo.
Sin duda, la mortalidad infantil es un retrato incómodo de lo que hemos dejado de hacer; corregir el rumbo es un imperativo ético y político para garantizar a cada niño la oportunidad de vivir y desarrollarse en condiciones adecuadas y dignas.
juan.romero.zuniga@una.ac.cr
Juan José Romero Zúñiga es médico veterinario, epidemiólogo y académico investigador en la UNA y la UCR. Ha publicado múltiples artículos científicos en revistas internacionales.
