Había ido a Guanajuato a una feria del libro y después de caminar la ciudad de arriba a abajo, desde el callejón del beso hasta la casa de Jorge Negrete, del Mercado a la Universidad y de allí a la Casa de Diego Rivera y al fortín, decidí tomar una excursión junto con compañeros de la actividad, primero a las minas de plata, y luego, a Dolores Hidalgo.
La buseta, además del chofer, era comandada por un guía de unos setenta años que, muy habilidoso de palabra, nos iba comentando cada plaza, cada plato del menú y cada balcón florido de las construcciones, antes de llegar al verdadero tema que lo apasionaba y que, apenas pudo, nos gobernó la vuelta sobre los cerros de Guanajuato.
La historia controversial del cura Hidalgo, prócer de la Independencia junto con Allende Aldama, se redujo a diez minutos frente al parque de Dolores Hidalgo, porque, como dije, ya picado por su pasión, el guía tenía urgencia de llevarnos a la que fuera casa y ahora museo del compositor y cantante José Alfredo Jiménez.
Y es que, ya escuchándolo, no había duda de que contar la historia de José Alfredo era, para él, contar la historia de sus propias pasiones y las de todo el mundo, como nos dijo, mientras nos ofrecía chupitos de tequila en minivasitos plásticos, de nuevo ya en la buseta.
Así que la narración histórico-política que le correspondía al tour se trató ni más ni menos que de la historia sentimental, que José Alfredo inmortalizó en más de 300 canciones. Es decir, en la música, la letra y el poder del lenguaje que hacía que el amor y el sufrimiento transitaran el territorio de cerros y bajíos en un paisaje atemporal y extraordinariamente vivo al mismo tiempo para todos.
Y así nos tuvo el guía: 18 oídos moviéndonos al compás del microbús y las vueltas del camino, acompañados por Un mundo raro, Paloma querida, Te solté la rienda, Ella, Si nos dejan, El Rey, Qué bonito amor, No me amenaces, Llegó borracho el borracho y Virgencita de Zapopán, entre no sé cuántas más. Lo que nos produjo un estado sentimental similar al producido por una borrachera, que nos hizo cantar y anhelar sabrá Dios qué otros paisajes más intensos y borrachos que el paisaje seco, sinuoso y polvoriento que veíamos.
―Ya ahorita van a ver la cabaña adonde José Alfredo se encerraba a componer. Ya casi, dentro de unas cuantas curvas― y señalaba un punto por venir frente a la carretera.
Yo pensaba, con la frente casi pegada a la ventana, escuchándolo, que aquella cabaña estaría llena de espíritus socarreros o duendes esperando a que alguien como Ibargüengoitia escribiera uno de esos geniales relatos de muertos.
―Ya casi― volvió a decir.
―Ahí José Alfredo se encerraba por días y no dejaba que nadie llegara. Chavela Vargas estuvo ahí. La paisana de ustedes. Los dos eran buenos para el júbilo―; de eso murió. Chavela no. Dejó la bebida y murió de vieja. José Alfredo, como siempre estaba enamorado, vivió para cantarle a alguna de sus mujeres, porque tuvo muchas. Esposa, solo una, eso sí: la madre de sus dos hijos. Ya van a ver después, cuando vayamos al cementerio donde está enterrado, qué bonito mausoleo con forma de serpiente y sombrero de charro le mandó hacer su hija. Él quería estar en su ciudad natal. Miren, miren allá arriba, en el cerro, la cabaña.
Y todos volvimos a ver a la vuelta de la nueva curva al cerro, y casi en su cucurucho, una casa de madera roja con los marcos de las ventanas blancas, de tres o cuatro pisos, sembrada sobre grandes postes. Desde allí imaginé cómo José Alfredo tomaba sus tequilas y rasgaba la guitarra viendo la serranía de Guanajuato, la sierra de las codornices y la cuenca del Bajío.
Según mis estándares costarricenses, más que una cabaña, se trataba de una hermosa casa en forma de palomar. Para el momento en que vimos la cabaña, ya estábamos lo suficientemente hipnotizados con la conversación y la música que no nos costó ver la silueta de algún José Alfredo imaginado, detrás de alguna ventana.
Y qué tenaz, pensé, que nos quieran con ese frenético empeño autodestructivo del tequila entre el pecho, cuando muera la tarde, como él mismo compuso añorando el amor, una y otra vez con los sentidos exacerbados por el paisaje y la música. Despecho eterno de los corazones hasta sentir que la vida se caía en un abismo profundo y negro como la suerte. Pozo que en la actualidad es sabiamente mal visto y hasta evitable, gracias a la inteligencia emocional, el amor propio y la corrección política.
Pero para algunos, como José Alfredo, seguimos viniendo a este mundo a sufrir. A imaginar que ya casi estábamos llegando a Pénjamo una y otra vez, cuando en realidad la ciudad de Pénjamo existe fuera de la canción de Pedro Infante que nos cantaban los abuelos y el deseo de llegar de una vez a esa ciudad, es igual al de te vas y te vas y no te has ido.
Un mundo raro es el de estas canciones que nos raptan de la realidad para mantenernos en otra. Tanto que en el camino de este sufrir, se hace turismo también. Porque fue más intensa y memorable la historia de José Alfredo para con ella darle la vuelta a los dolores de cada quien junto con los del pueblo de Dolores Hidalgo, que la propia historia de los avatares y muertes que ocurrieron en la cuna de la Independencia. Una vuelta inolvidable a la casa donde arde el alma, como decía Aristóteles, del corazón de la mano de quien sin duda tenía la llave.
Dorelia Barahona es filósofa y escritora.
