No me gusta jugar lotería. Quizá, porque tengo poca suerte en eso de los juegos de azar. La única vez que pegué algo fue a los cinco años, en una tómbola del kínder, y desde entonces me fui en blanco. Siempre he creído que si un buen domingo comprara todos los números de la lotería ese día el mayor saldría en letra.
Cierto, no me gusta jugar lotería, pero he vivido toda mi vida rodeado por una cultura popular en la que cada semana mucha gente compra religiosamente un pedacito. Y lo hacen fervientemente, convencidos de que “esta vez sí ganarán”. Otros lo compran por conciencia social, para ayudar a las causas de beneficencia de la Junta de Protección Social. Algunos por pura costumbre, o a la desesperada, porque es su última esperanza para salir de enredos, y hasta por tener de que hablar en la casa y el trabajo. Vista así, la lotería cumple una función social similar al fútbol: sirve para crear “un nosotros” entre la población.
Sé que en la época de Navidad se juega el gordo, que desde hace años el premio mayor viene por triplicado, que entre semana se juegan los chances y que desde siempre hay loterías clandestinas, un juego tolerado en la práctica y que paga mejor que los chances, y todo el mundo sabe dónde se vende, pues en algunos lugares, incluso, ponen rótulos.
Hay toda una mitología sobre la capacidad de algunos para adivinar en qué saldrá la lotería el próximo domingo. En los clasificados del periódico, brujos y adivinos anuncian todos los días su clarividencia junto con pócimas y magia para hacer amarres de amor y que su media naranja vuelva al redil suplicando el perdón. Y debe ser un buen negocio porque se siguen anunciando. Sé que hay todo tipo de cábalas al estilo de “ayer me soñé con el mayor”, que algunos siempre compran números bajos, otros su edad o el día de cumpleaños de un ser querido. En fin, en el mundo de las voces y las intuiciones hay de todo como en botica.
Lo que sí nunca había oído es a una figura pública banalizar una tragedia como el récord de homicidios por la violencia delictiva que nos azota diciendo que sería “un buen número para jugar lotería”. Lo hizo una diputada dizque para denunciar la politiquería de otros. Sí, claro, cómo no, cuénteme ahora una historia de vaqueros. Trivializar un grave problema es procurar normalizarlo. La situación es demasiado seria como para permitirlo.
El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.