
En Occidente, hoy estamos expuestos al “minuto a minuto” del conflicto entre Israel y Hamás, mientras escuchamos de fondo los choques entre Rusia y Ucrania, ambos con graves consecuencias para la población civil. Y si ponemos un poco de atención, podremos enterarnos de disputas territoriales armadas entre Tailandia y Camboya o los enfrentamientos entre India y Pakistán, que hoy están en pausa gracias a una fragilísima tregua.
Pero en Occidente difícilmente escucharemos sobre la inestabilidad política y los conflictos armados en nueve de las 16 naciones del Sahel, la región al sur del Sahara en África Central, que iniciaron en algunos casos en los años 90; de la guerra civil de Libia, que data de 2014; o de los choques armados internos en Myanmar, que estallaron en 2021.
Podemos encontrar con relativa facilidad que la guerra en Gaza ha cobrado la vida de más de 80.000 civiles, según reportes, incluidos 17.400 menores, y que, en el escenario de Ucrania, los informes de combatientes caídos varían entre 119.000 y más de un millón de individuos, dependiendo de cuál sea la fuente. Pero tendríamos problemas para estimar las muertes en el Sahel, en Libia o en Myanmar (aproximadamente 150.000 en total, según pude investigar).
J’accuse…! (Yo acuso, en francés), usando las palabras del periodista y escritor Émile Zola escritas el 13 de enero de 1898 en su carta abierta al presidente francés Félix Faure para denunciar obstrucción de justicia y conducta antisemita del ejército contra el capitán Alfred Dreyfus. J’accuse…! y pongo en evidencia las limitaciones y las fallas de las Naciones Unidas para cumplir con los principios consagrados en su carta fundacional de 1945. El documento de 30 páginas recalca el propósito y los principales objetivos de la ONU al final de la Segunda Guerra Mundial: mantener la paz y la seguridad internacionales; suprimir actos de agresión entre países; promover los derechos humanos y la igualdad y soberanía de las naciones, y recurrir a métodos pacíficos para resolver disputas entre naciones.
La legitimidad de la ONU como organización multinacional que procura la paz y la resolución de conflictos sin recurrir a las armas se ve hoy devaluada por sus resoluciones sin consecuencia y sus mandatos ineficaces para incidir en el cese del fuego de los conflictos en Oriente Medio, Ucrania, África y Myanmar.
J’accuse…! a Naciones Unidas de limitarse a emitir declaraciones que muestran preocupación sin que se traduzcan en acción. Señalo a la organización por ser incapaz de hacer cumplir sus propios mandatos, porque la implementación de estos se desvanece ante la mirada pasiva e indiferente de los Estados miembros.
Desde su sede en Nueva York, el propósito de la ONU de actuar en favor de los intereses comunes de todas las naciones se queda corto ante la aplicación inefectiva de sus mandatos, sus silencios estratégicos y la rigidez institucional que traiciona los propósitos manifestados en el documento presentado en 1945.
António Guterres, actual secretario general de la ONU, se ha enfrentado durante su gestión a la proliferación de conflictos armados que son altamente sensibles para los intereses de la Unión Europea y de EE. UU. En el ocaso de su mandato, Guterres ha urgido a las naciones a resolver sus conflictos de manera pacífica mediante resoluciones que hacen uso de mecanismos diplomáticos y promueven el diálogo regional en las áreas de conflicto; ha denunciado violaciones a leyes internacionales que protegen a la población civil, y ha esbozado una estrategia de desarme enfocada en armas de destrucción masiva, armamento autónomo, ciberataques y armas convencionales.
Aunque ha tenido un éxito moderado para mitigar los efectos de las guerras sobre la población civil, sus acciones han tenido efectos casi imperceptibles en amainar la intensidad de los conflictos.
La ONU se apresta a la escogencia de su nuevo secretario o secretaria general a inicios de 2026, y se habla de que una de las posibles sucesoras de Guterres es la costarricense Rebeca Grynspan, entre otros posibles candidatos como la ex primera ministra neozelandesa Jacinda Ardern; la directora general del Fondo Monetario Internacional, Kristalina Georgieva; la expresidenta chilena Michelle Bachelet y el director de la Agencia Internacional de Energía Atómica, Rafael Grossi.
Pero cualquier candidato o candidata primero debe ser avalado por el Consejo de Seguridad de la ONU en pleno, antes de la ratificación en la Asamblea General de las Naciones Unidas, y un veto de cualquiera de los cinco miembros permanentes del Consejo (Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Rusia y China) implica la descalificación automática del aspirante.
El proceso de escogencia del secretario general de la ONU evidencia la rigidez de la organización para modificar el balance de poder entre sus miembros y el peso que estos tienen en la conducción de la política de la ONU. El poder de los cinco miembros permanentes de este consejo, vestigio de un mundo que ya no existe, muestra la renuencia de los Estados más influyentes dentro del organismo a abandonar esa estructura posguerra que privilegia a los ganadores de la Segunda Guerra Mundial, un conflicto que finalizó hace 80 años y cuyos combatientes sobrevivientes hoy son personas centenarias.
Los miembros permanentes del Consejo de Seguridad controlan el látigo con el que se marca el ritmo y la dirección de las políticas de pacificación, o la ausencia de estas, con su capacidad de veto a cualquier propuesta que se discuta en su seno. Algunos de este selecto grupo de naciones han usado su poder de veto para repeler resoluciones que afectan los intereses de Israel en al menos 35 ocasiones, y también han evitado la intervención de las fuerzas de pacificación de la ONU en Siria durante la guerra civil en ese país.
“El mundo es mucho más grande que cinco”, declaró Subrahmanyam Jaishankar, ministro de Relaciones Exteriores de India, sobre la designación de los cinco miembros permanentes. Jaishankar, crítico vehemente del excepcionalismo occidental, ha dicho que los problemas del mundo no se circunscriben únicamente a los criterios de los países de ambos lados del Atlántico Norte y que las soluciones deben reflejar las voces de las naciones que han sido ignoradas por tanto tiempo.
La relevancia de la ONU depende de una reforma estructural que genere una recalibración de su propósito, otorgando más poder de decisión a naciones que hoy tienen menor influencia y librándose del estrangulamiento que causa el poder de veto de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Es necesario revitalizar el espíritu original de la Carta de las Naciones Unidas de 1945 y que el organismo se enfoque menos en la parsimonia de la diplomacia y se concentre más en el impacto real en las personas.
La ONU debe comprometerse con la transparencia, con la equidad entre sus miembros y con el multilateralismo. Su visión de futuro debe anhelar un sistema en el que un solo país, por más poderoso que sea, no tenga la capacidad de silenciar al resto del mundo. Un sistema en el que el sufrimiento humano sea el combustible para generar acción y no el motivo de un debate.
J’accuse…! no debe verse como un llamado al desmantelamiento de la ONU. Es una excitativa a que este organismo honre su promesa original de 1945. Sin una reforma, esta institución corre el riesgo de convertirse en aquello que prometió eliminar con su fundación: un testigo en silencio de la injusticia en el mundo.
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David Vargas es periodista, fotógrafo y estratega digital. Ha ejercido como periodista, director de fotografía, jefe de prensa, profesor universitario, estratega de social media, y creador de contenidos en Costa Rica, Estados Unidos, Rusia y Ucrania.