
Si pudiéramos decir que la integridad es la salud y la corrupción es una enfermedad, de igual manera podríamos afirmar que una persona íntegra es un ser humano sano, saludable, y la persona corrupta es un ser humano enfermo de gravedad. No obstante, entre el individuo saludable y el enfermo grave, existen otros grados de menor a mayor intensidad: desde un dolor de cabeza hasta padecer un cáncer.
Lo mismo es posible expresar en el ámbito de lo ético, entre la integridad y la corrupción existe también una reducción gradual de valores: desde irrespetar la fila hasta los diversos tipos de crímenes.
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Así como los expertos en salud aconsejan la prevención para evitar el desarrollo de enfermedades, el Estado debería anticiparse a hechos que conduzcan a la corrupción. No se trata de impartir cursos ni charlas de buena conducta, pues eso es asunto de la familia, la escuela y el colegio, ni de crear grupos con algún matiz ideológico para transformar el sistema político en busca de llevar el agua a su molino. Tampoco es racional pensar que un sistema «per se» es capaz de crear círculos virtuosos o viciosos —como una suerte de generación espontánea— sin la decisión y el control de autoridad alguna.
Si el jefe, gerente, jerarca o quien esté al mando de un sistema administrativo, empresarial o estatal es una persona íntegra, capaz y persistente, propondrá o hará los cambios requeridos para que el sistema opere con un desempeño expedito —sin normativas complejas ni exagerados controles—, seguro y eficiente. Es una responsabilidad ineludible de quien dirige y controla el sistema.
La escogencia de los proveedores de servicios para llevar a cabo los proyectos de una institución o empresa es responsabilidad del jerarca.
No habría soborno si el comprador no lo pide ni lo acepta, aunque se lo ofrezcan, así de simple. El jerarca o autoridad que contrata los servicios sabe que al aceptar el soborno el precio del contrato subirá, no podrá exigir el cumplimiento de condiciones, calidad y plazo de entrega, es decir, tendrá las manos atadas y rabo que le majen.
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Quienes piden o aceptan dádivas son conscientes de las consecuencias de sus decisiones, de sus actos ilícitos, de su deslealtad para con la institución donde laboran, no es que sean víctimas forzadas bajo algún tipo de amenaza, ni mucho menos, lo único que puede obligarlos a incurrir en el delito es la codicia.
Entonces, ¿por qué se sataniza y castiga más a quien ofrece o entrega la dádiva que le piden? El sistema jerárquico estatal, cuyo origen es el clientelismo político y la selección de personas orientada solo en las habilidades duras y blandas, sin espacio para los valores, las virtudes, es el responsable de que tenga cabida la corrupción y otros hechos delictivos.
En la cultura japonesa, la familia no protege al miembro delincuente, por el contrario, es la primera en castigarlo con el rechazo y la exclusión de su núcleo. En nuestra cultura, ocurre lo contrario, y el Estado —en el papel de padre de familia— también es consecuente con esta actitud protectora, solidaria con el funcionario cuestionado.
El mundo avanza por el aporte individual de genios, matemáticos, científicos, filósofos, investigadores, etc., en fin, personas cuyo legado virtuoso hace crecer, cambiar o mejorar la forma de vida de los seres humanos.
En los ámbitos político y social, la lucha y el aporte de verdaderos líderes ha sido trascendental para la convivencia y el bienestar del ser humano en la sociedad, aunque todavía falta mucho camino por recorrer en los países subdesarrollados como el nuestro.
En la filosofía del liderazgo, los jesuitas consideran que el buen líder debe poseer cuatro pilares o valores: ingenio, heroísmo, amor y conocimiento de sí mismo. Para los orientales, según el confucionismo, el líder debe poseer cinco virtudes: inteligencia, honradez, humanidad, coraje y disciplina. No estaría sobrado enriquecer la escala de virtudes con otros valores como abnegación, integridad, vocación de servicio, capacidad y persistencia.
La Organización Mundial de la Salud utiliza el tamizaje o prueba sencilla en una población saludable para identificar a aquellos individuos que tienen alguna enfermedad, pero todavía no presentan síntomas. Algo similar debería establecer el Tribunal Supremo de Elecciones para que los partidos políticos identifiquen a los individuos que tienen alguna afección política, pero todavía no presentan síntomas.
Desafortunadamente, aunque los síntomas sean claros, evidentes y confirmen con certeza una enfermedad política peligrosa en un individuo, a los partidos solo les ha interesado ganar las elecciones.
El autor es ingeniero.