
“Súper mega extra cool” se llama una de las pinturas del artista Carlos Tapia.
“Súper mega extra cool”, parece ser también el nombre de la época que el destino nos reservó.
Poco sabemos hoy de los matices y la mesura. Vivimos tiempos superlativos. Todo tiene que ser deslumbrante, gritado, extremo, público: “demasiado”.
Los eventos serán alucinantes, o no serán. Como las “revelaciones de sexo” (gender reveals), cuando se espera bebé, que se hacen frente a un público que espera ser rociado por el polvo o el confeti de cañones que disparan azul o rosa brillantes, entre el griterío grabado por muchas cámaras.
Las bodas “íntimas” se organizarán desde la espectacularidad, en lugares de ensueño, con miles de detalles en flores, comidas, vestidos, música y flashes. El objetivo es que los invitados no solo asistan, sino que vivan una “gran experiencia”.
Los ejercicios fáciles y rápidos, como tumbarse de espaldas y levantar la pelvis cinco veces al día mientras se scrollea alguna red social, que garantizan abdominales fantásticos en un par de meses, o el lazy yoga, que les dice a las mujeres que lo practiquen que se preparen para la envidia de sus amigas y el regreso del marido infiel.
Los anuncios, seguidos por millones, de los “top cinco de los libros del siglo” o los “cinco Best Opera Arias”. Porque ya nadie quiere tomarse la tarea de leer, o escuchar música dándole un espacio al albur; ahora el gusto tiene que ir a lo seguro. ¡No vaya a ser que invierta dos minutos de mi vida escuchando algo nuevo y no me guste!
Los paseos se reportan como gestas heroicas por sus logros, ya sean físicos o espirituales. Un paseo ya no es solo eso: es una prueba de solidaridad comunitaria, o es muestra de amor y amistad inquebrantable.
Los almuerzos con los amigos –interrumpidos con fotografías del abrazo inicial, el primer coctel, la entrada, la hamburguesa mordisqueada y la despedida– ya no se tratan solamente de comer y hablar, sino de un sumergirse en una vivencia “memorable”.
Las publicaciones en redes sociales prometen, cada vez más, una desconexión de lo superfluo y una búsqueda de un camino interior lleno de paz y sabiduría. Alguien puede pasarse posteando su paseo y, aun así, asegurar: “Aquí, desconectado de las redes sociales, buscándome a mí mismo en soledad”.
O incluso la forma en que se ha puesto de moda promocionarse para un cargo de elección popular, desde la victimización total de quienes se presentan como candidatos mártires, dispuestos a aceptar un cargo público: “con todo respeto y humildad”, “sacrificándome por el país”, “dispuesto a trabajar por la patria”.
Y ni siquiera deseo hablar de cierto tipo de “denuncias” cuyo objetivo final nada tiene que ver con un sentido de justicia, sino de una venganza que nos recuerda la Edad Media, donde el castigo era un espectáculo. Hoy se busca exponer al máximo y se persigue la destrucción total del denunciado.
Todo debe ser un juego pirotécnico público, incluso la rendición de cuentas del servicio público, expropiada de su solemnidad y rebajada a puestas en escena ridículas.
Necesitamos un poco de discreción con nuestra vida privada, algo de autocontención de nuestros impulsos, algo de sobriedad y mucho de compasión frente a los demás.
En este desborde de un griterío que excluye al otro y solo grita “¡Yo, yo, yo!“, donde solo está el individuo y su autoimagen agrandada, crece el odio por el otro y fermentan los discursos de quienes, con el mismo padecimiento, lo gritan desde el poder.
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Isabel Gamboa Barboza es escritora, profesora catedrática de la UCR y docente tiktokera.
