Cuando me entero de algún acuerdo polémico en la citas económicas celebradas en las nevadas cumbres de Davos, me estremezco. Imagino sus graves repercusiones en los bolsillos de los ciudadanos y los haberes de naciones y empresas en todo el mundo.
En la radio estadounidense, una alusión a dicho encuentro de banqueros, especialistas y representantes de organismos financieros, portaba el sonido tétrico que suelen evocar las historias infantiles de brujas malas y brujos buenos. A los primeros compases de la música, creí que era algo de El bebé de Rosemary.
Décadas atrás, cuando trabajaba en el Fondo Monetario Internacional, en citas con amigos en diversos países, discernía una incipiente arruga en los rostros de los contertulios frustrados por no obtener de mí respuestas tajantes sobre tipos cambiarios. Por otra parte, quienes no cesaban de perseguirme en capitales extranjeras eran los periodistas curiosos por enterarse, además, de las causas de movimientos de personal ministerial o bancario en el respectivo país.
Uno de las más simpáticos episodios en mis primeros pasos por el Fondo Monetario Internacional, quizás en 1965, tuvo lugar en el aeropuerto de El Salvador. Yo venía de Brasil –y de una escapadita para ver a mi prometida en San José–, cuando me encontré con el expresidente José Figueres, con quien me unían lazos de amistad. Con rostro sonriente, me preguntó: “Diay polaquito, ¿en qué anda por aquí?”. Le conté lo de mi empleo en el Fondo Monetario, a lo cual respondió: “No sé quiénes son más eficaces para tumbar gobiernos, si los militares o los del Fondo Monetario”. Y así, entre risas y abrazos, nos despedimos.
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La época se prestaba para esos chistes, pero tales expresiones dejaron de hacer gracia conforme una estela de salvamentos de bancos y gobiernos vertieron una luz muy distinta y positiva sobre el Fondo Monetario y su fraternal organismo, el Banco Mundial, relativas a su seriedad y profesionalismo.
Ese vuelco de opiniones ha propiciado que las críticas injustas hayan tenido acomodo entre los grupos radicales, tanto económicos como políticos. En fin, esto anida los aquelarres del cuento.