
El 20 de noviembre de 1975 moría, tras una larguísima agonía, Francisco Franco, el autoproclamado “caudillo de España por la gracia de Dios”. El llamado Generalísimo había gobernado España con mano de hierro desde 1939. Después de tres años de guerra, se había impuesto a las fuerzas de la República, gracias al apoyo de las potencias del Eje, Italia y Alemania, en un enfrentamiento armado que dejó diezmada a la población española.
Con la muerte del dictador se inició en el escenario político del país ibérico el periodo conocido como la Transición, que culminaría tres años más tarde con la aprobación de la Constitución de 1978 y la instauración de la democracia parlamentaria y la monarquía constitucional.
La manera en la que los españoles manejaron la transición ha constituido un caso ejemplar de salida de dictadura, considerada como de manual por un gran número de politólogos. Fue una transición pactada entre las tres grandes corrientes políticas que se perfilaron en los últimos años del franquismo: sectores modernizadores de la derecha católica, el Partido Comunista Español –con el italiano, uno de los bastiones del llamado “eurocomunismo”– y el Partido Socialista Obrero Unificado, gran fuerza motriz de las comisiones obreras.
Quedaron fuera los sectores más recalcitrantes del franquismo y los grupos nacionalistas vascos. Los primeros protagonizaron la intentona fallida de golpe de Estado de febrero de 1981, a la que el rey Juan Carlos, en un principio impuesto por Franco, se opuso, ganándose así, a los ojos de la gran mayoría de españoles, la legitimidad democrática de la que carecía. Los vascos, por su parte, combatieron violentamente la democracia durante varios años. De hecho, ETA, la principal organización nacionalista vasca, abandonó la lucha armada hasta el año 2011.
A diferencia de los sudafricanos, por ejemplo, los grandes arquitectos de la democratización española optaron por no establecer ningún mecanismo de justicia transicional, lo cual al principio parecía un acierto, ya que acortaba los tiempos de la transición a la democracia. Sin embargo, 50 años después de la muerte de Franco, muchos españoles exigen algún tipo de reconocimiento de los excesos de la dictadura y del sacrificio de tantos que se opusieron tesoneramente al régimen franquista durante años.
Hoy nadie pone en duda que la democracia española es plena y que goza de buena salud. Lo que no quiere decir que carezca de desafíos; los tiene, y muchos, pero no son únicos, pues los comparte con las otras democracias del mundo: la debilidad de los partidos políticos tradicionales; la polarización ideológica creciente; el fortalecimiento de los grupos radicales antisistema de derecha y de extrema derecha; la polución informativa y la desinformación que ello conlleva; las desigualdades regionales y el empobrecimiento de amplios sectores de la población.
Cuarenta años después de una horrible guerra fratricida, los españoles sorprendieron al mundo con la elegancia de su transición. Recordemos que fue señera y constituyó un punto de referencia esencial para las transiciones a la democracia en América del Sur y la construcción democrática posterior al conflicto armado en Centroamérica.
Si algo nos enseña la historia de los últimos 100 años es que las democracias son frágiles y que su consolidación es siempre un fenómeno inacabado.
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Cristina Eguizábal Mendoza es politóloga.