
Mucha gente cree que una naranja es una naranja, pero no: una naranja es otra cosa. Veré si logro explicarlo.
La suerte me sonrió y mi casa nueva resultó estar tan cerca de un mercado que a veces su trajín entra y me grita en la oreja: “¡Llévelo barato!”, “¡buena la manga!”. Sin embargo, nada oigo de las naranjas malagueñas.
La proximidad es tal que para babear frente a los tramos solo debo cruzar la calle, ritual que practico sobre todo en los tres días de plaza, aquellos en los cuales las frutas y las verduras están más frescas que una lechuga.
Cada lunes, miércoles y viernes, el mercado es un caos festivo de carretillas sin sosiego, regateadores profesionales y antojados incorregibles. Uno da en la entrada con las sandías que se abrirán en cuanto vean un cuchillo, recibe el saludo repetido de las manos de banano, sueña con que haya naranjas malagueñas y se topa con la majestad de la piña, que compensa la ausencia prolongada de las otras.
Por cierto, ha cambiado mucho la piña con el tiempo. Años atrás –hablo de mi niñez– estaba más del lado del martirio que del gozo. Comerla era igual a masticar navajillas; poco después del primer mordisco, la lengua se partía en dos y la molestia, como algunos gobiernos, tardaba en irse. Además, era pálida, le faltaba ese amarillo que tan bien le sienta y que por algo los emperadores chinos reservaban para la realeza.
En mi debilidad por la piña no soy original. Llegó antes el explorador Gonzalo Fernández de Oviedo, a quien volvió loco en cuanto pudo probarla. Ocurrió en el siglo XVI, exactamente en un sitio impreciso del territorio al que conocemos hoy como Panamá y parece que fue la cúspide de un camino de sorpresas que semeja más bien una cata itinerante por el trópico.
Después de su encuentro con el caimito, el cronista escribió que era sano y bueno para la digestión. Ni fu, ni fa. De la guanábana dijo: “Este manjar se deshace luego en la boca, con un dulzor bueno”. Yo paso.
A la anona, como es natural, la halló parecida a la guanábana, pero es “muy mejor, aunque es muy menor” (en tamaño); la pitahaya “es sana y a muchos les sabe bien, pero escogería muchas otras antes que a ella” (yo también); el zapote “tiene un sabor de relamerse, no existe nada mejor”. Diay, cuestión de gustos.
A pesar de tantos territorios recorridos, el madrileño no estaba listo para lo que le esperaba en el corazón de una mata con más espadas que una batalla medieval.
Fernández de Oviedo escribió Historia general y natural de las Indias, una obra amplísima en la cual recogió sus descubrimientos en los sitios que iba conociendo y en la que, por algo será, le dedicó a la piña cinco páginas.
Quienes sí aceptamos piropos habríamos deseado tan cortés avalancha de galantería. “Esta es una de las más hermosas frutas que yo he visto en todo lo que del mundo he andado”; afirma que tiene “hermosura de vista, suavidad de olor, gusto de excelente sabor. Oliéndola, goza el otro sentido de un olor mixto con membrillos y duraznos o melocotones, y muy finos melones… y mucha parte de la casa en que está, siendo madura y de perfecta sazón, huele muy bien”.
En síntesis: la piña es un fulgor de la tierra.
Don Gonzalo hizo lo que pudo para transmitir su experiencia porque es complicado describir algo que los demás no han visto ni probado. En dibujar la fruta puso amor, aunque le salió enorme en comparación con la mata de la cual le alcanzaron aquella sabrosera que “puesta en la mano, ninguna otra da tal contentamiento”.
Es comprensible ese nivel de contentera, y eso que por llegar muy temprano al Nuevo Mundo se fue sin comer piña dorada, la esencia del contentamiento cuando no tenemos naranjas malagueñas.
Sin apartarnos del campo en el que andamos, sabiendo que la naranja es asiática y que sin duda don Gonzalo la había comido en España antes de recorrer América, pienso con curiosidad qué habrá dicho en particular de la malagueña, variedad que probé de chiquillo gracias a un único palo que había en un terreno de mi pueblo. Después la he comido, cuando mucho, unas tres veces. Entiendo que la cultivan muy poco y más por costumbre que por negocio. “No tiene salida”, me explicó un tramero.
Me es imposible describir su sabor, quizás me aproxime si afirmo, como antes de la piña, que es también un fulgor de la tierra. Claro, entendamos que para mí tiene el gusto de la buena nostalgia, porque al recordarla, como ahora que la nombro, soy de nuevo un güila en un callejón de tierra con una alegría jugosa entre las manos. Es que esa naranja es otra cosa.
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Ovidio Muñoz Corrales es periodista.