Me tocó en suerte la compañía de una bellísima italiana en la cena de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). Gabriel García Márquez acababa de pronunciar un hermoso discurso sobre las virtudes del periodismo, al cual llamaba el mejor oficio del mundo.
Mi compañera de mesa suspiraba por una foto con el gran escritor, y yo, galante, me dirigí a su mesa para preguntarle si posaría con ella.
Gabo, con la alegría de su natal Aracataca, sonrió, asintió y me dijo, sin dar crédito al desprendimiento de mi gesto: “Y tú también”. El escritor no dejaba de tener razón, pero un tonto aguijón de orgullo me obligó a responder: “No, yo no”.
Eso le hizo gracia y terminamos la velada paseando con su esposa y la italiana por los jardines del hotel de Los Cabos, donde se celebró el encuentro periodístico.
Un tiempo después, la SIP se reunió en Cartagena. El escritor me reconoció y me invitó a sentarme a su lado para el almuerzo. A esas alturas, tampoco podía pedirle la foto aunque desde el primer instante lamenté haberme negado el gusto de tener semejante recuerdo de uno de mis héroes literarios.
Años antes, mi desaparición causó alarma en el periódico. No era para menos. A lo largo de la semana, había sido blanco de amenazas por una serie de publicaciones sobre un delincuente extranjero cuyo palmarés incluía el asesinato de un periodista en su país de origen.
Esa misma noche había escrito un capítulo culminante de la cadena de reportajes y después de dejar el periódico perdí contacto con mis compañeros y amigos.
No sé quién dio la voz de alarma para iniciar la búsqueda, pero no fue Rubén Rodríguez, con quien vi las luces del amanecer entrar por las ventanas de la soda La Perla, frente al parque central.
Menos distendida fue la conversación con el oficial de Migración que me preguntó, en Miami, por el propósito de mi viaje. No quería mentir, pero tampoco terminar en un cuartito de interrogatorio por decir la verdad. “Vengo a hacer un trabajo”, respondí.
—¿Qué tipo de trabajo?
—Soy periodista.
—¿Y qué viene a hacer como periodista?
—Vengo a hacer una entrevista.
—¿A quién va a entrevistar?
A partir de ahí, no había escapatoria. Solo podía decir la verdad y que fuera lo que Dios quisiera. “Vengo a entrevistar al presidente George Bush (padre) en la Casa Blanca”. Por un momento, temí la materialización de mis peores premoniciones. El oficial me miró, selló el pasaporte y me lo entregó con una petición: “Dígale que en Migración necesitamos un aumento”.
Aquí, en Costa Rica, organizaciones como Alcohólicos Anónimos nunca estuvieron entre los temas de mi predilección. Por algún motivo ya olvidado, decidí escribir al respecto.
Según fui aprendiendo sobre la extraordinaria labor de AA, me fui conmoviendo y vertí esa emoción en el reportaje. Debe haber pasado un año y, cerca de la Navidad, recibí un correo de un hombre sobrio gracias a la decisión de buscar ayuda después de leer la publicación.
Siguió escribiéndome durante años en la misma época. Describía la felicidad de departir con su familia, sin trastabillar ni arrastrar las palabras, y me lo agradecía una y otra vez. Hace tiempo no me escribe y lo lamento, porque también yo era feliz cuando recibía sus cartas.
Con menos alegría, recibí la llamada de un restaurante de lujo propiedad de un grupo de mafiosos alemanes establecidos en el país. Uno de ellos había muerto en circunstancias extrañas, para más señas. Me había tocado dar seguimiento a unos reportajes de Ignacio Santos y Lafitte Fernández. Ni las informaciones ni la nota de seguimiento parecen haberlos complacido.
La llamada era para confirmar mi reservación. No había hecho ninguna, pero como si no me creyera, la persona insistió en recitar mi nombre, lugar de trabajo y otros detalles que acreditaban no mi identidad como autor de la reservación, sino el conocimiento de todos mis movimientos.
El rey emérito es otra historia. Conversábamos en una recepción cuando una señora, bastante impertinente, se le aproximó demasiado para tomarse una foto. Los miembros de la seguridad intervinieron y Juan Carlos, con un ademán, los hizo retroceder. Sonriente, posó para la foto con la mujer y su hija. Nunca antes, como en ese momento de afable sencillez, me pareció tan majestuosa Su Majestad.
Sencillo, por no decir tonto, debí parecer a quienes huían hacia el norte de Manhattan poco después del derrumbe de la Torres Gemelas. Me apresuraba hacia ellas para satisfacer el impulso de informar. No llegué ni cerca, pero logré enviar varios despachos a La Nación.
Esa noche, mi hija de ocho años me proporcionó la memoria más indeleble de la jornada: “Papi, ¿cómo hicieron lo señores que se robaron los aviones para bajarse? En la mente infantil de Cristina no cabía la locura suicida de un fanático terrorista. La niña apenas sabía que estaba hablando con un periodista y, ni lerdo ni perezoso, incorporé la cita a una de mis informaciones.
Haría falta un libro para agotar el anecdotario y una biblioteca para incorporar las memorias de colegas que, gracias a nuestra profesión, han vivido tantas o más experiencias dulces, amargas, aterrorizantes o simplemente graciosas. Todos estamos en deuda con el mejor oficio del mundo.
“El periodismo es una pasión insaciable que solo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir solo para eso podría persistir en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente”, dijo el magnífico colega colombiano, con quien no tengo una foto, por idiota.
No obstante, me doy el gusto de citarlo en esta columna, con la cual pongo fin a cuatro décadas en La Nación, con profunda gratitud para Dios, familia, amigos y el oficio más bello del mundo.
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