Corren días en que hablar de paz nos expone al escarnio. Muchos te tildan de inocente, otros de necio o ingenuo. ¡Como si la paz fuera siempre el resultado obvio, la respuesta fácil o el consenso de los sensatos!
La paz navega siempre contra la marea. No es intuitiva en un escenario mundial caracterizado por la inestabilidad, la incertidumbre y la competencia. De hecho, la guerra está en la base de la forma en que se formó el Estado nación, en Europa quizás más que en ninguna otra región del mundo.
Tomando prestada la famosa sentencia de Charles Tilly, “la guerra hizo al Estado y el Estado hizo la guerra”. Sin embargo, aunque este fue el origen de nuestros Estados, no tiene por qué ser su destino. Europa ha sido también el escenario del más ambicioso experimento por superar esa sentencia: la Unión Europea, con todos sus defectos, es un ejemplo conmovedor de la capacidad de los pueblos de superar sus recelos y armonizar la defensa de su soberanía con la persecución de objetivos comunes, bajo un mismo entramado legal y de gobernanza pública.
La integración latinoamericana se encuentra a años luz de ese umbral y es obvio que se ha debilitado aún más en los últimos años, pero sí existe en nuestra región cierto acuerdo en torno a la paz. Me refiero a la paz en el sentido tradicional, como opuesta a la guerra entre ejércitos y soldados, ya que sabemos bien que las tasas de criminalidad y violencia que registra América Latina la colocan con frecuencia en el nivel, o por encima, de lugares con conflictos armados activos.
Pero dejando de lado, en función del argumento, el colosal reto regional de la inseguridad ciudadana, en el ámbito internacional, Europa y América Latina pueden ser voces que insisten en la diplomacia, en la canalización política de los conflictos, en la búsqueda de equilibrios que acomoden nuevos balances de poder sin revertir necesariamente a las armas. Esto no es candor: es cordura y contrapeso a las presiones militares.
Institucionalidad democrática
Sé por experiencia personal que la paz se extingue si no la acompaña una institucionalidad democrática capaz de distribuir el poder, en lugar de concentrarlo. La profundización de la democracia es una de las grandes tareas pendientes de América Latina, donde la tercera ola de democratización legó regímenes que, en muchas ocasiones, son apenas democracias electorales, sin la consolidación de un Estado de derecho capaz de regular la vida con un grado mínimo de eficiencia e imparcialidad, y sin la configuración de un sistema de pesos y contrapesos que nos vacune contra las regresiones autoritarias que estamos viendo en distintos países de la región, incluido el istmo centroamericano.
Parafraseando una línea de Octavio Paz: la democracia en América Latina no necesita echar alas, lo que necesita es echar raíces. El porcentaje de la ciudadanía que apoya la democracia ha venido cayendo de forma sostenida.
Cada vez más personas —incluso en las poblaciones más jóvenes— se muestran indiferentes frente al sistema político que las gobierna y, en cambio, celebran liderazgos abiertamente autoritarios.
Este es, creo yo, el mayor riesgo que enfrenta la región: una erosión democrática que no se vale de la represión, sino que se apoya en el respaldo popular alimentado con el desencanto y atizado por maquinarias de propaganda y desinformación.
En la defensa de la democracia, Europa puede ser una compañera invaluable para América Latina, no solo por la autoridad moral que aún preserva en esta materia, sino también porque entiende la promoción de la democracia de una manera que no es injerencista, ni condicional a sus intereses.
Sé bien que hay varios personajes y gobiernos latinoamericanos que rechazan toda mención de democracia hecha por actores externos, mal disimulando sus prácticas iliberales bajo discursos antiimperialistas.
Europa debe redoblar su compromiso con la libertad y el pluralismo, y no desistir de forjar alianzas con quienes en América Latina aún defendemos las premisas básicas de la convivencia democrática.
Salud democrática
Creo que Europa y América Latina pueden y deben insistir en la agenda de desarrollo sostenible y de inclusión social, aun frente a la complejidad global y precisamente por ella. Esto está muy relacionado con el punto anterior, porque la supervivencia de la democracia depende de su capacidad de rendir frutos.
El mejor abogado de la democracia, su defensor más elocuente, es el bienestar; el bienestar que disfruta la mayor cantidad de individuos en una colectividad. Por eso, la desigualdad es veneno para la salud democrática. Por eso, la concentración de prebendas y privilegios, la corrupción, la discriminación acaban por socavar cualquier edificio institucional.
Es irónico que los objetivos de desarrollo sostenible y el Acuerdo de París se firmaran meses antes de los hechos que marcaron la transición a una nueva época: el brexit y la elección de Donald Trump. Es irónico, pero quizás no es azaroso.
Esa reversión nos recuerda que en realidad nunca alcanzamos “el fin de la historia”. Ningún equilibrio es permanente. Ningún acuerdo es inmutable. Una y otra vez nos toca litigar los sueños: la erradicación de la pobreza y el hambre, la universalización de la educación y la salud de calidad, la eliminación de las desigualdades raciales y de género, la sostenibilidad y la protección ambiental, en fin, nos toca litigar y relitigar un mundo más justo, más verde, más equitativo y menos violento.
Esa historia no está acabada, y aunque los hechos recientes nos desanimen, no es momento para ajustar las metas, para hacer más modestas nuestras ambiciones. Lo peor que podemos hacer es olvidarnos de lo que hemos sido capaces de imaginar. Tengamos presente siempre que no es la fuerza, sino la razón, el prodigio de la humanidad.
El autor es expresidente de la República.
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Europa y América Latina pueden y deben insistir en la agenda de desarrollo sostenible y de inclusión social. (NIKLAS HALLE'N/AFP)