Una de las cosas que más me impactan como docente universitaria es el hecho de que la mayoría de mis estudiantes no lee. En cada nuevo curso, a lo sumo, cuento a dos o tres que lo hacen y uno que googlea algún libro y se pasa el semestre citándolo.
Simplemente, no me cabe en la cabeza, no alcanzo a comprenderlo bien, pues, pese a que tengo claro a qué se debe nuestra cultura de no leer para estudiar, eso no explica del todo la dimensión individual: una cosa es que en nuestro país se fomente poco y mal la lectura y otra, que cada estudiante, individualmente, decida no leer.
Cuando hablo con algunas colegas me dicen lo mismo: una de ellas, filósofa de oficio, incluso me comentó: «Me siento feliz cuando empiezo un curso y descubro que hay al menos un estudiante verdaderamente interesado en estudiar, y me aferro a él».
Es evidente que el problema está relacionado con los alarmantes resultados que encontró el «VIII Informe del Estado de la Educación», que nos tira en la cara un contundente «están matriculados, entregan trabajos, pasan de grado, reciben contenidos, pero no están aprendiendo». Además, nos confirma que estamos en tiempos de «los peores resultados educativos» a causa de múltiples factores, entre los que cito la omisión en la materia de Español de primaria de los contenidos asociados a la expresión y comprensión oral y del gusto por la lectura.
Sumemos a los problemas que tenemos en la educación varios más, tales como la existencia de docentes con una formación pésima o sin vocación, quienes parecen odiar el oficio de enseñar y a sus estudiantes.
Consideremos, también, la desvalorización de la autoridad docente, vista ahora como autoritarismo y que promueve docentes cada vez más complacientes por temor a ser objeto de quejas por parte del estudiantado.
Docentes que, en el caso de la universidad, no ejercen la libertad de cátedra —la facultad que tenemos de enseñar lo que sabemos según nos parezca oportuno— y se limitan a fomentar opinólogos que dicen lo que piensan sin el respaldo científico debido en un aula.
Por otra parte, está la ausencia de deseo por el conocimiento. Hay estudiantes que no tienen ningún interés en aprender y solo quieren un título, y, ¿por qué no?, existe cierto rechazo por el esfuerzo, rechazo que va de la mano de la intolerancia a la frustración y la idea de merecerlo todo solo por intentarlo o de ser bueno en algo solo porque sí.
Ilustran los dos últimos puntos el hallazgo del informe citado, donde se revela en el estudiantado una «actitud de autocomplacencia con las pobres competencias», y la siguiente anécdota: un profesor universitario que, siendo parte de un jurado para otorgar becas culturales, responde a nuestro dictamen de que todas las propuestas son de muy baja calidad, diciendo que ¡deberíamos premiarlas todas, pues haber llenado los papeles era ya trabajo suficiente que debía ser reconocido!
Frente a este terrible estado de nuestra educación, advertido en informes anteriores, tenemos una ventaja: los informes nos dan la oportunidad de hacer algo con su diagnóstico claro, detallado y confiable de algunas causas y consecuencias. Nos queda actuar.
Además de lo que se ha estado discutiendo prácticamente todos los días en la prensa desde que salió el informe, debemos hacer algo también con quienes están en estos momentos en la universidad.
¿Cómo poner de nuestra parte para motivar a los estudiantes para que estudien? Por ejemplo, cada docente debería ver en cada estudiante —incluso en los arrogantes, indiferentes o maleducados— una historia singular, con sufrimiento, complejos, pobreza, violencia y rabias (cuando las haya), que no se ponen en pausa por estar en clase, y ser guía en el estudio a partir de las fragilidades y potencias de dichas particularidades, sin perder de vista que su historia les puede dificultar la pulsión vital que implica el amor por el estudio.
Es decir, no debemos seguir ejerciendo la docencia con indiferencia, odio, sarcasmo o sadismo, sino con una visión humana. Debemos ser parte de un proceso educativo para facilitar que quienes estudien bajo nuestra guía habiten el mundo real, sumando a la materia que nos corresponde dar la enseñanza de habilidades sociales y mostrando cómo los libros son vida.
No se trata de interpretar a cada estudiante únicamente como víctima sin responsabilidades: no siempre una buena docente tiene buenas estudiantes.
El pasado no nos determina del todo, por eso, aun en el caso de provenir de una formación básica, mediocre, de haber tenido una familia violenta y crecer en la pobreza, cada estudiante tiene agencia (descrita por la sociología como la capacidad de cada persona para actuar en el mundo) y, como tal, puede decidir leer todos los libros que su carrera demande.
Cada estudiante debe entender que su trabajo es estudiar, esto es, leer libros, reflexionar, establecer relación con la realidad y hablar sobre ello. Si no lo hace, falta a su deber estudiantil y traiciona la naturaleza de su estatus. Agreguemos que si quien no lee tiene beca, comete estafa, de cierta forma, contra quienes pagamos con nuestros impuestos esa ayuda económica.
A ustedes, estudiantes, les recuerdo la afirmación sartreana: todas las personas tenemos la libertad de hacer algo con lo que nos hicieron.
La autora es catedrática de la UCR.