
En las elecciones del domingo pasado en El Salvador, el presidente de esa república, Nayib Bukele, planteó esta disyuntiva a los votantes: «En un país con graves problemas de injusticia y rezago social, ¿quiere usted la democracia de los corruptos o quiere buenos resultados para usted y el país? Si quiere lo primero, vote a otros partidos; si quiere lo segundo, deme todo el poder a mí y mis diputados».
Arrasó. Le pegó tal tandeada a los partidos tradicionales, el derechista Arena y el izquierdista FMLN, que han gobernado ese país en los últimos treinta y pico años, que es como si en Costa Rica el partido oficialista obtuviera 41 diputados de 57 y más de 70 alcaldías de 82.
Lo perverso de la situación es que la disyuntiva no era puramente retórica. En el caso de Bukele, la cosa tiene fondo de realidad, y él sabía que los electores sabían. Su gobierno ha logrado disminuir a la mitad los homicidios, un gran respiro en un país sangrado por la violencia; golpeó duro a las temidas maras y repartió ayudas sociales durante la pandemia.
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El problema es que se ha pasado el Estado de derecho por el trasero, hace lo que le da la gana, ha incitado el cierre del Parlamento y ha acorralado al poder judicial; amenaza a quienes disienten e incita violencia contra ellos. En síntesis, su mensaje es: ¿Para qué democracia si podemos entregar resultados por otros medios?
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Bukele es un caudillo más con ínfulas dictatoriales, solo que muy millennial en su estilo y con una diferencia clave: puede mostrar resultados tangibles. Es, en ese sentido, distinto a la dictadura Ortega-Murillo, en Nicaragua, que habla de la sociedad cristiana y llena de amor mientras reprime sin miramientos y nada entrega al nicaragüense de a pie. Desde hace años, cuando se les acabó el subsidio venezolano, se mantienen en el poder a punta de palo y la bancarrota moral de sus lacayos.
El surgimiento del fenómeno Bukele se explica, como en otros casos, por una democracia disfuncional y el cansancio con la corrupción y venalidad de la política tradicional. Muy bien, pero eso nada cambia la perversa disyuntiva que enfrenta la sociedad salvadoreña: empujada a una esquina, la gente prefiere tener pan a tener libertad.
Es una terrible lección que debemos aprender ahora que nos toca manejar una crisis complicada. Sé, empero, que nadie escarmienta en cabeza ajena.
El autor es sociólogo.