En estos días con tan poco humor, duros por tanto enojo, aquí les va un clásico: “¿Qué le dice una impresora a otra? Esta hoja es tuya o ¿es impresión mía…?”. Y, por si no se rieron a rienda suelta, ¡oh, sorpresa!, aquí les va otro: “¿Qué hace un perro con un taladro? Taladrando”. Y así podría seguir, hasta que se rindan, pero es de sabios rectificar. Lo dejo ahí.
La pregunta que alguno de ustedes se hará es: “Y esto, ¿a cuento de qué?”. Si es por hacerse el gracioso, Varguitas nunca lo ha sido. Siempre fue malísimo para contar chistes y nunca supo usarlos para crear un buen ambiente. Además, se sabe apenas como tres y todos malos. Queda, por supuesto, la hipótesis alterna de que está sufriendo un ataque de masoquismo, fascinado con el basureo que recibirá.
La verdad es que ninguna de las dos cosas. Me anima una pregunta más existencial: ¿en qué momento de la vida las personas dejamos de reírnos? Umberto Eco, en su maravillosa novela El nombre de la rosa, reflexiona sobre la capacidad de reír, que nos acompaña desde la cuna, y sugiere, yéndose hasta Aristóteles, que la risa puede tener un elemento liberador e, incluso, desafiante frente a un estado de cosas (matizo un poco: a veces la risa corona la estulticia). Hace años que las investigaciones científicas han determinado sus efectos benéficos. Sin embargo, conforme nos hacemos más viejos, vamos apagando nuestra risa. Nos volvemos más selectivos y circunspectos y, en general, nos reímos mucho menos que cuando niños, cuando los días transcurrían entre juegos y sonrisas (y llantos, también).
Hace años exploré este tema del humor en otra columna, pero lo hice desde el punto de vista del humor político. Dije que me parecía que hoy hay menos chistes sobre políticos que antes, que andábamos medio secos. Entonces, rápidamente, varios me hicieron notar: ¿y los memes?, ¿y los tiktoks que nos machacan todos los días con chistes de todo tipo? Mi observación era errada.
La verdad es que oportunidades para reír no faltan. Entonces, ¿por qué las personas andan tan adustas por las calles, cada uno en lo suyo? Si alguien me sale con que es porque la plata no alcanza, tampoco alcanzaba antes. Quizá la cosa ande por otro lado: para contar chistes, hay que tener lugares de encuentro seguros. Saber que nadie le rajará la cara por un comentario. Y es que el enemigo del humor es el miedo. Y hay miedo. C’est la différence.
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Jorge Vargas Cullell es sociólogo.