La burocracia pública siempre ha sido dura de oídos. No es de ahora que es impermeable a preguntas o reclamos del público. Reconozco que puede haber ahí una actitud defensiva razonable, pues, en una ventanilla, la gente puede exigir cualquier cosa y no se puede decir sí a todos.
Esa, sin embargo, es solo parte de la historia, y, seguro, una parte menor. Desde que la burocracia se inventó como tecnología de gestión del poder hace miles de años en los valles del Nilo, la Mesopotamia y el río Amarillo, ha estado al servicio del poder y no al servicio de la gente. Ha sido herramienta de opresión política.
Las antiguas burocracias eran muy sencillas y poco formalizadas, pero compartían con las modernas lo de ser estructuras jerárquicas para la administración cotidiana del poder. Lo cierto es que es mucho más antigua que la idea de la democracia: llevaba al menos dos mil años vivita cuando los griegos inventaron eso del gobierno del pueblo.
La modernidad trajo consigo una difícil cohabitación entre burocracia y democracia. Ambas se basan en premisas opuestas: la democracia, en la soberanía del pueblo, el poder desde abajo, y la burocracia moderna, en la aplicación de las reglas y regulaciones, la división del trabajo y relaciones basadas en normas. Son premisas que nunca terminan de acomodarse entre sí, pero tienen una necesidad común: la gestión de lo público, pues, al fin y al cabo, una democracia es un sistema de gobierno. Pero, entendámonos, siempre habrá una guerra cotidiana entre el demos y la burocracia.
Ha sido a punta de protestas ciudadanas y mediante la fuerza de ley que se ha obligado a la burocracia a salir de su concha, abrir espacios de escucha, responder a demandas sociales y rendir cuentas a representantes populares y, en general, a la ciudadanía. Pero, cada vez que puede, corcovea y elude esas obligaciones, especialmente si, desde arriba, recibe instrucciones de hacerlo. Por eso, observo con preocupación que cada vez más las noticias que terminan con que “se consultó a la institución X y, al cierre de edición, no se recibió respuesta”.
Hay que tener la burocracia a mecate corto. Hace veinticinco años, la Auditoría ciudadana de la calidad de la democracia (2001) identificó el maltrato de las instituciones a las personas como fuente principal de malestar con el sistema político. Un cuarto de siglo después, vean donde la sordera nos ha llevado.
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Jorge Vargas Cullell es sociólogo.