
El primer semestre de este 2025 fue especialmente duro para mí debido al silencio de la mayoría de mis estudiantes. Durante las primeras semanas, no hablaron o lo hicieron tan bajito que no se les entendía nada.
Ello, a causa de su bajo nivel de comprensión y comunicación escrita; así como de sus dificultades para tolerar la frustración, para esforzarse en el estudio y tener un comportamiento ético en la universidad.
Eso afecta mucho el desarrollo de las clases, pues estas se basan en teorías que deben encontrar réplica y puesta en acción en la boca de mis alumnos.
Porque en las lecciones, dialogar, discutir y razonar es fundamental para que el aprendizaje tome más forma, aquella que debe tener: la del pensamiento crítico e independiente.
Lo es, además, como señalan varias investigaciones, por lo trascendental de la participación estudiantil como mecanismo protector frente a algunos problemas.
Gabriela de la Cruz Flores, investigadora de la UNAM, relaciona positivamente la participación estudiantil con la permanencia en el aula, el desarrollo de habilidades interpersonales, la disminución de la violencia escolar y un mayor éxito de la institución
Del mismo modo, la profesora Irma Arguedas Negrini, de la UCR, asocia el involucramiento estudiantil con la motivación y la permanencia en el aula.
En mi experiencia, lograr un ambiente libre, dialógico y estimulante repercute buenamente en sensaciones de bienestar y dignidad de cada estudiante. Es decir, ocasiona un poco de felicidad académica.
Pero nuestro sistema educativo no tiene mecanismos para promover la participación estudiantil, pues ni el marco curricular ni la filosofía educativa lo contemplan.
Además, nuestra educación se ha venido convirtiendo en un laberinto administrativo al servicio de los documentos.
Por su lado, los educadores, sobre todo de primaria y secundaria, cargan en soledad con el peso de la violencia estudiantil y la sobredemanda familiar.
Este semestre, cansada y angustiada de intentar varias estrategias, me las arreglé para que hablaran sobre las razones, ofreciéndoles un marcador, unas pizarras blancas y la promesa de anonimato. Sus respuestas me liberaron un poco de la frustración, pero me sacudieron con enojo y tristeza.
Si bien por allá aparecieron la indiferencia, el confort, la costumbre y la apatía, confesadas con sigilo, barbotaron el miedo a hacer el ridículo, a fallar o decir algo mal, el terror a las burlas y al qué dirán, la vergüenza excesiva y la certeza de una enorme presión social que espera un cien de cada boca.

Por mi experiencia docente, veo también su escasa capacidad de acoger los errores como parte del proceso; el largo entrenamiento en la familia, la escuela, la secundaria y la propia universidad, para que se callen, bajo la amenaza de una ridiculización difícil en cualquier época de la vida.
Pero también, el adiestramiento que han recibido, en esas mismas instituciones, para comportarse deshonestamente.
Si uno de ellos habla mal de un profesor, algunos no dudarán en hacerle hate en chats y redes al docente, pese a sospechar que es inocente porque: “preferimos acusar falsamente a un profe que dejar de creerle a uno de nosotros”.
En el “mejor” de los casos, aprovecharse de profesores buenos para aprender, al tiempo que se les difama en redes porque otros también lo hacen, está bien visto.
Entregar trabajos que saben que son malos y reclamar y reclamar una nota más alta, con el objetivo de quebrar al docente para que ceda y les “afloje” algunos puntos inmerecidos, es común.
No saludar, no agradecer, no decir por favor, tratar con grosería al docente y a los pares, no es raro.
La afirmación de Denis Diderot en su “Carta sobre los ciegos para uso de los que ven”, viene a cuento porque, añadido a lo anterior, también es común el irrespeto al conocimiento, disfrazado de una falsa igualdad, que vuelve imposible el provechoso ejercicio de admirar y aprender de otros, y termina en el postureo de actuar como si todo el mundo supiera lo mismo y como si cada opinión o deseo individual equivaliera a verdad científica.
Dice Diderot que la primera vez que nos servimos de nuestros ojos no vemos nada, porque la multitud de sensaciones confusas nos abruman; que solo el tiempo, las experiencias y la reflexión habitual las despejan, y que es entonces cuando podemos comparar las sensaciones con lo que las ocasiona.
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Isabel Gamboa Barboza es escritora, profesora catedrática de la UCR y docente tiktokera.