Hace poco, en el barrio chino, entré en una tienda para hacer tiempo mientras esperaba un pedido para llevar. Me atendió una mujer tímida, lenta y distraída. A cada consulta por un artículo, respondía con duda y parsimonia, tras lo cual acabé preguntando a otra, que se desempeñaba, evidentemente, como supervisora.
Decía siempre lo mismo: “Ay mi amor, eso está allá, en el aparador, venga. Es que usted, mi amor, tiene que sacar el tiempo cuando no hay clientes, coger la llave, mi amor, abrir las puertas y revisar, mi amor”.
La escena me hizo recordar las veces que yo misma, mis amistades y mi familia hemos lidiado con modos semejantes en nuestros trabajos. También, pensé si, en alguna ocasión, ustedes y yo, sin pretenderlo, habremos sido de esa clase de gente que se toma lo laboral como una guerra.
Pierre Bourdieu lo señaló en el caso del Estado, pero vale para las empresas y organizaciones, porque no se trata de entes naturales, sino de campos de relaciones de fuerza. Entonces, debemos prestar atención a la intención con que se administra el poder en esos ambientes. Debemos dejar de fingir que todo está bien, mientras los conflictos cobran una fuerza que termina, tarde o temprano, por estallar.
Tratar combativamente a quienes nos acompañan en el propio recorrido por el mundo donde nos ganamos el sustento económico tiene varias manifestaciones. Una de ellas, que me gusta llamar hostilidad controlada, consiste en varias puestas en escena:
La falsa amabilidad —sonrisas, abrazos, palabras cordiales—, cuya función es camuflar el odio, la envidia, el resentimiento o, peor aún, el daño o bajada de piso que se está tramando.
Incluye la estrategia de bloquear una buena iniciativa porque no es propia o es idea de un contrario. Cuestionar sin cesar las sugerencias de una colega valiéndose de una verborrea infinita o de tecnicismos. Impedir que alguien sea parte de una actividad, la redacción de un documento, un viaje, un premio.
También, las maneras abiertamente hostiles, como el uso de palabras ofensivas, que no puedo citar; gestos agresivos como levantar el dedo índice o mirarse con complicidad para burlarse de quien tiene la palabra en un momento determinado; estrategias de anulación, al no asignar funciones, ni responder chats ni correos ni llamadas; o dejar de reconocer un mérito o de divulgarlo y negar un merecido ascenso o nombramiento.
En la Administración Pública se usan las expresiones “manejar la pulpería” y “su oficina es su finca”, entre otras, para nombrar parcialmente este fenómeno.
Desde el punto de vista sociológico y siguiendo al estadounidense Erving Goffman, creo que este tipo de situaciones se dan y perpetúan, en parte, porque en la vida cotidiana se espera que cada participante reprima lo que siente y piensa, y aparente estar de acuerdo con las acciones ajenas y las situaciones que producen. A cambio, el que calla espera ver devuelta su cortesía hacia sus propias acciones. Dice el refrán “hoy por ti, mañana por mí”.
A veces, estos comportamientos están asociados al interés de encontrar en el trabajo el propio beneficio, más que en cumplir la tarea, en la resistencia a rendir cuentas y en la habilidad de hacerse con los beneficios. Digamos que es un deseo de ver el propio nombre en arial 26, subrayado, en negrita y resaltado, al mejor estilo de las placas presidenciales que rompen con el sentido de discreción mínimo en quien fue llamado a servir.
Afirma la socióloga inglesa Margaret Archer que los agentes sociales están impedidos de tener una vinculación sin partir de la confianza mutua, pero que en la realidad no existe un piso para confiar, circunstancia por la cual la vía es convertirnos en personas de fiar y construir compañerismo.
Archer dice también que solo cuando algo interesa provoca emociones. Así que, llenémonos de emociones que nos den ánimo para operar cambios en el ambiente laboral, para que los ataques den lugar a la colaboración.
La sinceridad, aunque difícil de aceptar en una cultura como la costarricense, que prefiere la comunicación evasiva, es una útil forma de apostar por vínculos más serenos y edificantes.
Ojalá en el 2023 nadie padezca el síndrome posvacacional, malestar significativo por tener que regresar a un lugar donde el juego del ataque y la defensa consumen parte de la vida.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.