La democracia moderna se sostiene sobre la premisa de que los ciudadanos tienen acceso a información veraz, plural y libre de manipulación. Pero en la última década, esta premisa se ha visto gravemente comprometida en Estados Unidos por una alianza de facto entre los principales medios de comunicación y las grandes plataformas digitales, alineadas en su mayoría con una visión progresista del mundo.
Durante el periodo 2016–2024, medios como CNN, MSNBC, The Washington Post y The New York Times, junto con gigantes tecnológicos como Google, Meta y Twitter (antes de su adquisición por Elon Musk), aplicaron políticas editoriales y algoritmos que favorecieron sistemáticamente al Partido Demócrata. Mientras tanto, voces conservadoras, cristianas, provida o simplemente críticas del progresismo cultural, fueron marginadas, censuradas o desmonetizadas.
Lo que empezó como una inclinación editorial se convirtió, en muchos casos, en una maquinaria de silenciamiento. El escándalo de la laptop de Hunter Biden, censurado por Twitter y Facebook días antes de las elecciones de 2020, fue más que un error: fue una muestra del poder que tienen estas plataformas para moldear la opinión pública. El New York Post fue bloqueado por publicar la historia, que años después fue verificada por los mismos medios que entonces la tachaban de desinformación.
Este sesgo fue reconocido incluso por figuras del mismo Partido Demócrata. Andrew Yang, exprecandidato presidencial, admitió en una entrevista que “existía un consenso no declarado entre medios y plataformas para frenar a Trump a toda costa, incluso sacrificando estándares básicos de objetividad”. Bari Weiss, periodista ex New York Times, renunció denunciando un “ambiente ideológico tóxico” dentro del periodismo progresista. Matt Taibbi, también proveniente de la izquierda, se convirtió en una de las voces más firmes en denunciar la censura sistemática revelada por los “Twitter Files”.
Autores como Ben Shapiro (The Authoritarian Moment), Douglas Murray (The Madness of Crowds) y Jordan Peterson han descrito esta situación como un nuevo tipo de autoritarismo cultural: no se encarcelan voces, pero se eliminan silenciosamente de las plataformas; no se queman libros, pero se manipulan algoritmos; no se prohíbe pensar, pero se castiga disentir.
Este fenómeno no se limita a Estados Unidos. En América Latina, figuras como el argentino Agustín Laje y el chileno Johannes Kaiser han descrito mecanismos similares de censura cultural y manipulación mediática desde una óptica hispanoamericana.
Laje, autor de La Batalla Cultural y coautor junto a Nicolás Márquez de El libro negro de la nueva izquierda, ha denunciado cómo los grandes medios y plataformas digitales en países como Argentina, Colombia o México han replicado la narrativa progresista global, marginando las voces provida, profamilia y críticas del feminismo radical o de la ideología de género. “La hegemonía cultural no se impone por la fuerza, sino por la repetición y el silenciamiento del disenso”, afirma Laje, quien ha sido blanco frecuente de cancelación en medios y redes sociales.
Por su parte, Johannes Kaiser, diputado chileno y defensor del liberalismo clásico, ha alertado sobre el avance de una “cultura de la censura” disfrazada de progresismo. Kaiser ha señalado cómo ciertos discursos son automáticamente catalogados como “odio” o “desinformación” cuando cuestionan postulados ideológicos dominantes. “Lo que antes era debate hoy es delito social. Y eso no es progreso, es regresión democrática”, comentó en una reciente entrevista para La Segunda.
La coincidencia entre lo que ocurre en Estados Unidos y en América Latina no es casual. El patrón es el mismo: un bloque mediático y digital que busca consolidar una única visión del mundo, excluyendo a quienes se atreven a pensar distinto. Lo que está en juego no es solo la libertad de prensa, sino la libertad misma de conciencia y pensamiento.
Ante esta realidad, el pueblo estadounidense reaccionó. En las elecciones de 2024, Donald Trump obtuvo una victoria contundente: más de 77 millones de votos, todos los estados clave, y mayorías republicanas en el Senado y la Cámara de Representantes. Este triunfo no fue solo político, sino cultural. Fue una afirmación del valor de la libertad de expresión, del sentido común, y de los principios judeocristianos que han sostenido la civilización occidental. Más aún, fue una advertencia clara a medios y plataformas: el pueblo no es tonto, y el silencio impuesto nunca será eterno.
Tras su regreso a la presidencia, Donald Trump ha retomado con fuerza su agenda, y es notorio cómo los medios que antes minimizaban escándalos de figuras progresistas han vuelto a enfocarse intensamente en cada acción del nuevo gobierno. Esto no implica una recuperación del periodismo objetivo, sino una reafirmación del sesgo que muchos han denunciado durante años: lo que antes se ignoraba por conveniencia ideológica, hoy se amplifica con intencionalidad política. Esto no significa que las críticas carezcan de fundamento –Trump ha mostrado tendencias autoritarias e incluso ha tomado decisiones percibidas como erráticas por sus más fervientes críticos–, pero el problema radica en la falta de coherencia: los medios pierden legitimidad cuando aplican estándares distintos según la afiliación ideológica del protagonista.
Hoy, algunos medios parecen retroceder. CNN cambia directores. YouTube modifica sus políticas. Facebook reduce la intensidad de su censura. Pero este aparente giro no parece surgir de una genuina reflexión ética o de un compromiso renovado con la libertad de expresión. Más bien, responde al temor por las implicaciones legales, la pérdida de credibilidad y el rechazo creciente del público ante prácticas percibidas como autoritarias y manipuladoras. No es que los medios hayan descubierto, de repente, el valor de la pluralidad; es que están tratando de protegerse a sí mismos, ahora que el péndulo cultural y político se ha inclinado en sentido contrario. El cambio, por tanto, no es prueba de madurez democrática, sino un acto de supervivencia ante la presión ciudadana. La democracia no puede sobrevivir sin libertad de pensamiento y expresión. Y la historia reciente ha demostrado que, incluso cuando se intenta callar al pueblo, este termina hablando más fuerte en el único lugar donde todavía cuenta su voz: las urnas.
En abril de 2025, Meta canceló su contrato con Telus International –empresa canadiense encargada de moderar contenidos para Facebook e Instagram–, lo que provocó el despido masivo de más de 2.000 moderadores en Barcelona. Aunque esta acción fue presentada como una “reorientación hacia la libertad de expresión”, lo cierto es que responde a un cambio estratégico ante el nuevo clima político en Estados Unidos. Lejos de tratarse de una reflexión ética sobre las libertades individuales, se trata de un movimiento defensivo ante la creciente presión del gobierno y del electorado conservador. La narrativa de “mayor apertura” encubre, en realidad, una maniobra para congraciarse con la administración Trump y evitar sanciones regulatorias.
Casos similares han ocurrido recientemente en América Latina. El economista Javier Milei, actual presidente de Argentina, fue blanco de una intensa campaña mediática en su contra durante las elecciones de 2023. Los principales medios tradicionales argentinos, muchos vinculados al kirchnerismo, lo retrataron como un peligro para la democracia, promovieron el miedo y ridiculizaron sus propuestas. Sin embargo, esa hostilidad no hizo más que amplificar su mensaje disruptivo. Milei terminó ganando la presidencia con un respaldo masivo, demostrando que cuando el pueblo percibe el sesgo mediático, responde con fuerza en las urnas.
Algo similar ha ocurrido en Costa Rica con el presidente Rodrigo Chaves. Desde su ascenso al poder, en 2022, los principales medios tradicionales han mantenido una postura crítica constante hacia su gobierno. A pesar de ese cerco mediático, Chaves mantiene una aprobación del 54%, según la última encuesta del CIEP-UCR de marzo de 2025. El Instituto Idespo también le otorgó una nota promedio de 6,6 en abril del mismo año. Estos datos reflejan que una porción significativa del electorado costarricense percibe el sesgo mediático y valora el estilo directo y confrontativo del presidente frente a las élites tradicionales. Ambos casos refuerzan la tesis de que la ciudadanía, en contextos de polarización informativa, es capaz de ver a través de las campañas de desprestigio y premiar a quienes consideran ajenos al establishment político y mediático.
acastillov@icloud.com
Arnoldo Castillo es empresario, productor y artista.
