Nos acercamos al inicio de un nuevo proceso electoral. Conforme al artículo 147 del Código de la materia, el próximo 1.° de octubre el Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) hará la convocatoria oficial para las elecciones nacionales. Este acto marca, como cada cuatro años, el inicio de un ritual democrático que exige una ciudadanía vigilante, informada y responsable.
Cada contienda electoral trae consigo retos particulares. En procesos anteriores, hemos debido enfrentar la desinformación, la polarización ideológica y el creciente desencanto ciudadano. Pero el próximo ciclo traerá consigo un ingrediente novedoso, tan prometedor como inquietante: la irrupción de la inteligencia artificial (IA) generativa en la esfera política.
Siempre procuro reiterar que ninguna tecnología es intrínsecamente buena o mala, en el sentido moral; quienes somos buenos o malos somos las personas que la utilizamos. En este sentido, la IA ha sido pensada para servir como una herramienta capaz de mejorar la eficiencia institucional, enriquecer el debate público y potenciar la educación cívica. Pero también puede transformarse en un arma poderosa al servicio de intereses nefastos: deepfakes, bots hiperrealistas, discursos fabricados y desinformación automatizada son apenas la punta del iceberg.
Como advierte el politólogo estadounidense Ian Bremmer, “la inteligencia artificial representa el mayor desafío a la integridad electoral desde la aparición de la Internet. Y la velocidad con la que puede escalar la desinformación es simplemente alarmante” (véase “Pilares fundamentales para la gobernanza de la IA”, publicado en diciembre de 2023 en la revista Finance & Development del Fondo Monetario Internacional). Estas herramientas pueden utilizarse para erosionar la confianza en las instituciones democráticas y los partidos políticos, manipular emociones y sembrar el caos informativo.
A diferencia de lo que hemos enfrentado en elecciones anteriores, ahora no hablamos solo de noticias falsas que circulan en redes sociales, sino de contenidos creados con tal sofisticación que es casi imposible distinguir lo real de lo ficticio. Si a esto le sumamos una ciudadanía con bajos niveles de alfabetización digital, escasa aptitud e inclinación hacia el pensamiento crítico y una polarización creciente, tenemos el escenario ideal para una tormenta perfecta de desinformación.
Creo que no exagero cuando digo que podríamos estar ante una amenaza comparable con el fraude electoral clásico. Solo que esta vez no hace falta manipular urnas ni sobornar funcionarios: basta con infiltrar narrativas falsas en el ecosistema digital, por medio de textos, fotos, audios o videos falsos. El problema es que nuestras capacidades para detectar y contrarrestar estas amenazas son todavía limitadas. Estamos ante la proverbial batalla del burro amarrado contra el tigre suelto.
Confío en que el TSE ha previsto este riesgo inminente. La institución ha demostrado, una y otra vez, profesionalismo, independencia y solidez. Pero esta vez no bastará solo con garantizar la pureza en el conteo de votos. También será importante adelantarse al daño informativo, procurando detectar campañas de desinformación en tiempo real y estableciendo mecanismos de respuesta ágiles.
Si aún no se ha hecho, convendría crear un equipo técnico especializado –una suerte de unidad de respuesta rápida– capaz de monitorear el entorno digital y recibir denuncias, actuar cautelarmente ante contenidos sospechosos y coordinar con las plataformas tecnológicas y los medios de comunicación para mitigar los daños. Todo, dentro de las posibilidades que nuestra legislación, anacrónica en estos temas, permite.
No obstante, la responsabilidad no puede recaer solo sobre el TSE. Como ciudadanos, también tenemos un papel clave. Debemos prepararnos para lo que se avecina: aprender a identificar contenidos manipulados, verificar antes de compartir y evitar convertirnos en agentes involuntarios de la desinformación. Además, es fundamental mantener nuestra confianza en el TSE y resistir la tentación de amplificar mensajes dudosos.
Los aspirantes a cargos públicos también deben asumir públicamente un compromiso ético claro en este tema. No bastará con alegar desconocimiento cuando aparezca un contenido tergiversado. Es indispensable rechazar de forma activa y categórica cualquier forma de manipulación digital, venga de donde venga. La legitimidad de nuestra democracia también se juega en el plano simbólico y comunicacional.
Este nuevo ritual electoral será distinto a los anteriores. Nos enfrentamos a una encrucijada que podría redefinir la manera en que ejercemos nuestros derechos ciudadanos. Asumir este reto con seriedad es el primer paso para defender lo que tanto ha costado construir.
La buena noticia es que no estamos enteramente indefensos. Aún contamos con instituciones sólidas, medios responsables y una ciudadanía que, si se informa y actúa con criterio, puede convertirse en el mejor antídoto contra la manipulación.
La tarea es clara: estar alertas, no caer en provocaciones, informarnos mejor y participar activamente. Porque las elecciones no se ganan solo con votos: también se ganan con verdad.
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Christian Hess Araya es abogado e informático.
