
Ya no basta con ver en la pantalla de televisión o de los dispositivos móviles a una familia o a un individuo felices utilizando un producto para persuadirnos de comprarlo. Con base en la experiencia, sospechamos que hay algo falso en esas escenas.
Para empezar, las personas que aparecen en los comerciales suelen ser más atractivas que el promedio de los consumidores, conforme a los parámetros generales de belleza. Por otra parte, las reacciones de los protagonistas ante la presencia o la adquisición del bien que se publicita tienden a ser exageradas.
Ninguno de nosotros experimenta esas cuotas de felicidad o atractivo al comprar un automóvil o un jabón. En el primer caso, lo usual es que también se contraiga una deuda, y en el segundo, sabemos que no nos hará más guapos; si acaso, un poco más aseados, y de manera temporal.
Ese tipo de publicidad ha recurrido tantas veces al mismo truco que ha perdido su capacidad de captar la atención de los potenciales compradores.
No sé si usted tiene la edad suficiente para recordar cuando, en los concursos de belleza, las participantes repetían la desiderata de la paz mundial para agradar al jurado. Algo similar ocurre cuando los autócratas restringen derechos en nombre de la democracia durante sus flamígeros discursos.
En cambio, los anuncios que apelan al humor o a la distracción han demostrado ser más eficaces, especialmente aquellos que logran insertar frases o momentos icónicos en el lenguaje popular.
Ese fenómeno equivale, en la industria musical, a conseguir un éxito masivo en la era del streaming: es difícil de lograr y casi imposible de predecir, pero quien lo alcanza obtiene publicidad gratuita y masiva a través del boca a boca durante un buen tiempo. La autenticidad siempre se percibe. La falsedad, también.
En este mundo acelerado, las imágenes –fijas o en movimiento– compiten por captar nuestra atención. Y aunque muchas sean de alta calidad, por lo general carecen de poder de fijación emocional en quien las recibe. No es lo mismo ver un video intenso, lleno efectos especiales, de una película que está por estrenarse, que una fotografía de alguien a quien hemos amado y que despierta en nosotros sentimientos reales.
La lealtad a las marcas, que antes se cultivaba mediante puntos o incentivos económicos, hoy ya no es suficiente. Es necesario crear una historia afectiva que genere un vínculo entre los consumidores y las empresas. Y no es una tarea sencilla. ¿Por qué habría de importarme una corporación que no comparte sus utilidades conmigo?
Igual que la amistad
Nuestros amigos, en algún momento, fueron completos desconocidos. No nos importaban particularmente hasta que el vínculo creció, y con este, crecieron los afectos. Al conocer su historia, empatizamos con ellos.
Igual ocurre en el mundo de los negocios. Los “biógrafos” de las empresas son los copywriters, cuya regla esencial es no falsear la verdad en las historias fundacionales de marcas, comercios o conglomerados. Se trata de contar una historia que humanice, que no oculte defectos ni virtudes.
Si el relato es claro, sencillo y atractivo, acercará a las personas, porque hará que conecten emocionalmente con la empresa. La compra, entonces, será una consecuencia del vínculo, no de una estrategia de frío marketing.
El storytelling nos acompaña desde siempre porque la necesidad de contarnos historias es anterior incluso a la escritura. Cuando alguien habla desde lo emocional, sin máscaras, conecta.
Habrá quienes acepten el mensaje y quienes lo rechacen, pero el vínculo se produce. Nunca olvido a aquellos vendedores que, tras concretar la venta, me hicieron invisible. Sobra decir que nunca regresé a ese lugar: la posventa existe, y también cuenta.
La narrativa debe respaldarse con hechos. Pero, cuando todo coincide, un relato sincero puede ser verdaderamente algo maravilloso.
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Jaime Robleto es abogado.
