
A inicios de este siglo, el filósofo británico Jonathan Glover publicó su libro Humanity, un texto en el cual se planteó desarrollar una historia moral de humanidad en el siglo XX. Uno de sus objetivos era utilizar la ética para interrogar a la historia, para comprender un aspecto de la naturaleza humana que a menudo se deja en la oscuridad: la inhumanidad.
Eso es así porque hay una constante histórica al narrar el odio y la violencia ocurridos en el pasado y calificarlos como “extremos”, es decir anormales; al actuar así se rechaza la posibilidad de considerar esos momentos de terror como una parte íntima de la historia humana.
En ese sentido, si debemos prestar atención a lo que han sido el odio y la violencia en el pasado, tenemos la obligación de analizar los actos inhumanos como parte de la historia humana y no como si fueran una excepción.
Gente común
Aunque el impulso del odio y la violencia comenzó ayer en las bocas de los dirigentes políticos, no se reservó para ellos la ejecución de las atrocidades.
¿Quiénes fueron los que convirtieron la Primera Guerra Mundial en una verdadera carnicería humana? ¿Quiénes apoyaron la gran purga de los juicios de Moscú con la cual el régimen de Stalin asesinó a su gusto a sus opositores o críticos?
¿Quiénes formaron parte de la Gestapo, de las SS, o llevaron adelante los pogromos impulsados por Hitler? ¿Quién apoyó la guerra de los políticos nacionalistas en Yugoslavia o el tribalismo en Camboya? ¿Quién llevó a cabo el genocidio en Ruanda?
Una de las revelaciones más importantes del libro de Glover es la amplia participación y el apoyo prestado por la gente común a cada movilización militar, tortura y genocidio que se desarrolló en el siglo XX. Es decir, a la voz de los líderes que llamaron a cometer esos crímenes le siguieron masas de gente que se sintieron con la autorización para producirlos.
La escritora rusa Nadezhda Mandelshtam lo planteó así en su autobiografía, publicada en 1970: “Lo único realmente extraño es que todo esto lo hicieran personas, personas comunes y corrientes”.
Deshumanizar
Para matar es necesario desdibujar la humanidad del otro. Según Glover, la tecnología desarrollada en el siglo XX permitió construir una distancia entre victimarios y víctimas, al transformar a civiles en personas anónimas. Sin ver los rostros de los otros fue más fácil ordenar masacres.
Glover señala que cuando la guerra se libra a distancia, la psicología es diferente, pues los recursos morales no se ven amenazados por el éxtasis que los abruma en los combates cuerpo a cuerpo. Por otro lado, hay que hacer muy poco para neutralizar las inhibiciones vinculadas al respeto y la simpatía.
Con la tecnología como intermediaria, los dirigentes políticos inclinados a la violencia se sienten a sus anchas, pues pueden describir a sus enemigos o críticos como escorias y deshumanizarlos, de forma que la simpatía por esas personas se vuelve mínima o nula.
Glover afirma que la inhumanidad comienza con una transformación en la psicología de la persona, la cual la lleva a verse de manera diferente, como si se tratara del alguien más: “esa persona que existe en mi interior y luchó en la guerra”, le dijo un veterano de la guerra de Vietnam. “Ahora me doy cuenta de que la persona que era antes de esta guerra se ha ido para siempre”, le indicó un viejo soldado soviético que luchó en Afganistán.
La negación de la condición humana de las víctimas acaba en la pérdida de humanidad de los perpetradores. Es decir, el odio que los lleva a ver a los otros como no humanos termina convirtiéndolos en alguien más, sin moral ni ética, y capaz de propiciar el terror.
Ahora bien, si la tecnología para infligir violencia en el pasado construyó sus bases sobre el anonimato, en el presente muchas herramientas cotidianas han contribuido de manera indirecta en esa empresa, como, por ejemplo, las redes sociales, donde troles que sirven a una oscura causa buscan sembrar la confusión y polarizar la sociedad.
El odio en las redes
En los espacios virtuales, la violencia y el odio pululan todos los días, las 24 horas. Cualquiera se siente con la capacidad de insultar, amenazar, burlarse, acusar sin pruebas, denigrar, desacreditar, etcétera, a quienes considera como sus opositores.
Investigaciones como las de Eviane Leidig con respecto a los influencers radicales que actúan en las redes sociales, han mostrado cómo el uso de un lenguaje emocionalmente fuerte lleva al “contagio moral” en esos espacios.
Las redes se utilizan como arma para difundir posverdades y fake news, las cuales llevan al desplome de la confianza en las instituciones y en la ciencia. Las teorías de la conspiración alimentan sentimientos de ira que crecen como la masa con levadura.
Su éxito reside en que se basan en las emociones y sentimientos en lugar de hacerlo sobre los hechos y la evidencia.
Así, en el mundo virtual se cultivan discursos violentos, los cuales, eventualmente, pueden tornarse en comportamientos reales.
Por supuesto, el problema no son los medios ni las herramientas, donde también pueden crecer grupos de apoyo, amistad, cercanía e impulso de la afinidad. El problema real lo constituyen aquellos que hoy, como en el pasado, riegan con insistencia esas semillas del odio, a partir de sus intereses personales y grupales.
En sociedades cuyo tejido social viene desgajándose desde hace años, esas que tienen pocos motivos para asirse de lo mejor de su pasado, sembrar el odio constituye la antesala del fascismo.
Frente a eso, persiste la esperanza, pues la historia tiene la responsabilidad ética de recordar lo que ha sucedido en el pasado, no para elaborar una lista de las atrocidades cometidas por la inhumanidad, sino para construir la memoria de nuestra propia capacidad de ser humanos al vencer a aquellos que nos dividen y enfrentan.
david.diaz@ucr.ac.cr
David Díaz Arias es profesor catedrático de la Escuela de Historia de la Universidad de Costa Rica (UCR).
